Jack arrancó con una contenida maldición el trozo de madera que se le había clavado en el brazo, vendándose rápidamente con tiras de una de sus camisas.
Afuera se escuchaban los guardias intentando recuperar el orden, y a la gente gritando y preguntando por sus seres queridos. Por lo visto, buena parte de la ciudad se había venido abajo con la aparición de aquellos seres alados.
En el cielo, durante unos instantes, pudo ver el rastro dorado de las criaturas dirigiéndose hacia el sur. Pese a que la tierra había dejado de moverse hace apenas unos minutos, ya habían fanáticos gritando que tan solo podía tratarse de una señal del cielo: pese a las adversidades, debían luchar y superar las dificultades, sin depender de los Seres de Luz. No tardó en estallar una discusión con seguidores de otro predicador que afirmaba que la aparición era una señal de que el fin se acercaba, pues las huestes celestiales sin duda se preparaban para la lucha final por el destino de la Creación, una vez que los mortales hubieran sido eliminados de su faz. Los soldados, irritados, no tardaron en disolver a ambos grupos a punta de golpes, amenazando con enviar a prisión a quienes siguieran causando desórdenes.
Habrá que tomar medidas rápidamente, pensó Jack mientras caminaba por las calles destrozadas de la ciudad. Afortunadamente, la mayoría de los edificios permanecían mayoritariamente en pie, aunque el caos era total. Los guardias hacían lo posible por contener el desorden, pero la agitación de la gente era mayúsculo. Esta sería una oportunidad perfecta para que los cultos a los demonios aumentaran su actividad. Lo último que necesitarían los defensores sería que les llevaran un montón de locos dispuestos a morir para ganar el favor de los demonios.
Pese al desorden imperante, llegó con rapidez al palacio, internándose por una puerta lateral tras dar las señales adecuadas. Si en la ciudad no hubo mucha destrucción, al interior del palacio era como si nada hubiera ocurrido. Las paredes se encontraban intactas, y la mayoría de los adornos y muebles habían sido enviados al norte, por lo que poco quedaba que pudiera caer y dañarse. En pocos minutos llegó a la anodina puerta que buscaba. Tras un momento para juntar ánimo, la abrió y entró al despacho de la Señora.
Solo dos veces se había visto forzado a visitarla sin anunciarse, y en ambas la había encontrado exactamente en la misma posición: sentada frente a un lujoso escritorio, leyendo informes que silenciosos criados le traían, y escribiendo rápidas respuestas a cada uno de ellos. Misericordiosamente, parecía tener la costumbre de mantener puesta su capucha en todo momento. No por primera vez, Jack se preguntó si el auténtico soberano era el Rey o la enigmática figura que tenía delante suyo.
Después de un buen rato escribiendo, la Señora se detuvo un momento e indicó con un gesto a Jack que podía sentarse. Luego, siguió enviando sus órdenes durante casi media hora. Cuando finalmente estuvo lista, apartó los pergaminos y saludó a Jack "Bienvenido, querido, ¿Qué puedo hacer por ti?".
"Creo que este terremoto y la aparición de esas figuras doradas nos van a causar más problemas que unos cuantos edificios en ruinas. Ni bien hubo terminado de moverse la tierra, ya habían lunáticos gritando en las plazas que el fin estaba cerca y que los demonios devorarían nuestras almas, o alguna tontería similar." Dio un suspiro "Es posible que la Calavera Escarlata no esté tan muerta como creíamos, o que otros grupos hayan surgido para tomar su lugar".
"Por favor continúa, querido", dijo la Señora, con su habitual tono dulce.
"Es posible que la Calavera Escarlata sigue activa", respondió Jack "De ser así, están siendo sumamente cautos, probablemente reclutando desposeídos y manipulándolos para que esparzan su mensaje. Si están tomando precauciones adicionales, va a costar bastante eliminarlos en forma definitiva. ¿Quiere que reúna información para que la guardia se encargue de ellos, o prefiere dejar todo el asunto en mis manos... por el precio habitual?".
"Esto no es un juego, muchacho" la irritación era patente en la voz de la anciana "Por culpa del terremoto, el Rey ha decidido que el viaje debe adelantarse: mañana mismo partirán las primeras caravanas. Quiero que tus hombres busquen a todos los predicadores y los hagan desaparecer. Con eso no lograremos atrapar a los cabecillas, pero al menos esperarán más tiempo antes de hacer su próximo movimiento, y la gente sabrá que no es buena idea hablar del fin del mundo o de demonios devorando sus almas... al menos en público".
"Entendido. Esta noche enviaré a uno de mis muchachos con mi informe, espero que usted tenga nuestro pago".
"Es bueno ver que aún podemos lograr acuerdos" respondió, cordial, la Señora. Luego, tomó pergamino, una pluma y volvió a sus deberes "Ahora, si me disculpas, el torrente de trabajo no termina jamás. Esperaré con ansia tus noticias".
Sin mayor ceremonia, Jack abandonó la sala, su mente totalmente enfocada en el trabajo que tenía por delante.
La gigantesca manaza se cernió sobre la débil
forma humana del Segador. Este intentó hacerse a un lado, pero ya era demasiado
tarde: lentamente, las manos empezaron a apretar hasta que el mundo se volvió
borroso.
“Estás muerto, mi señor”, dijo la Bestia, dejándolo caer al
suelo sin ninguna ceremonia.
El Segador, aún tambaleante, se puso de pie,
una sonrisa de satisfacción en los labios. Con una profunda reverencia, el
antiguo señor de demonios reconoció la victoria de su oponente “Agradezco de
todo corazón” dijo, entonando las antiguas palabras sacramentales “La lección
de humildad que me has dado, hermano”.
“Agradezco la oportunidad de aprender y de enseñar,
hermano”, fue la pronta respuesta.
La lucha había sido corta y brutal. Ni
siquiera en su antiguo esplendor la fuerza del Segador podía compararse con la
de Bestia de Agarod, y eso no había cambiado en nada. Eso no le impidió
intentarlo, sin embargo. Sabiendo que no podría lastimar a su hermano aún
cuando lo intentara, se había lanzado hacia adelante en una carga salvaje,
siendo detenido en seco por la descomunal fuerza de la Bestia. De ahí en adelante, fue
simplemente ser azotado contra el suelo hasta la semi inconsciencia y
finalmente el ser estrangulado.
Erandiril, que había observado el intercambio sin pronunciar palabra,
carraspeó ruidosamente “Si ya han terminado de jugar, ¿Creen que puedan
dedicarse ahora a los asuntos que nos ocupan?” Ignorando las miradas cargadas
de veneno, continuó “Hace poco llegaron noticias: algunas ciudades informan que
los exploradores que han enviado en busca del ejército de Muerte en el Viento
no han regresado a informar: el enemigo se está moviendo”.
El Segador y la Bestia asintieron en
silencio, sus rostros mortalmente serios “Esto es realmente grave”, dijo el
antiguo Señor de Demonios “Si siguen hacia el norte a un buen ritmo, es
imposible que alcancen a evacuar la ciudad: les estaríamos dejando la vía libre para arrasarnos mientras aún
estamos en el camino, o cuando mucho alcanzaríamos a organizar una distracción
desastrosa como la de Brügenmord”.
“Exactamente”, respondió la Fae “Por eso se necesita tu
presencia en la Gran Sala,
Segador”.
“Me aseguraré de que los preparativos aquí se
intensifiquen, no estaremos seguros mucho tiempo”, dijo la Bestia, abandonando la sala
a toda prisa.
Poco rato después, el Segador se unía a la
asamblea de gobernantes. El ambiente reflejaba el nerviosismo casi histérico
que poseía a sus integrantes. “Carigrad y Lemesos están condenadas si no
hacemos algo”, estaba diciendo el rey Dieter “He visto a mi propio reino caer
en las manos de los demonios, y no estoy dispuesto a permitir que eso vuelva a
suceder”.
“Lo más probable es que ya estén todos
muertos”, respondió el Merodeador “El ritmo al que se mueve el ejército de
Muerte en el Viento es muy superior al de cualquiera que ustedes pudieran
desplegar, pues los demonios apenas sí necesitamos descanso”.
“Entonces en realidad no tenemos opción”,
clamó Bernard, el rey de Weimar. Se trataba de un hombre alto y delgado. Su
rostro exhibía arrugas que poco tenían que ver con la edad y mucho con las
preocupaciones de llevar adelante un reino que estaba a punto de ser arrasado
“Debemos movernos hacia el norte lo antes posible. Nuestros alimentos ya están
apropiadamente cargados, así como buena parte de nuestras armas. Si tenemos
suerte, el saqueo a la ciudad nos dará tiempo de rodear las montañas Kurmondar
y, de ahí, ir a Utrecht, con lo que estaríamos casi en las puertas de los Fae”.
“No creo que con eso baste”, dijo el Segador
“Si Muerte en el Viento ha atrapado dos ciudades más,entonces ya debe tener todos los pertrechos
que pudiera desear. Después de todo, su ejército es mucho más pequeño en número
que cualquiera de los que acostumbran mantener las ciudades-naciones”.
“Debemos dejarles entonces una carnada”,
terció la reina Ingrid “Algo lo suficientemente irresistible como para
asegurarnos de que se quedarán al menos un par de días detenidos”.
“¿Qué podría ser tan atrayente como para
causar semejante efecto en los demonios?”, preguntó Bernard.
“Carne humana”, dijo de inmediato el Segador,
causando de inmediato el silencio en la sala “Los demonios de Muerte en el
Viento y el Hermano Batalla, aún estando disciplinados, arrasaron docenas de
granjas y pequeños pueblos cercanos a Brügenmord, dejando solo cadáveres
mordisqueados y con evidentes signos de tortura a su paso. Podemos contar con
al menos algunos días antes de que nos alcancen, si tenemos en cuenta el tiempo
que gastarán en devorar y torturar a los habitantes de Carigrad y Lemesos”.
“¿Acaso estáis sugiriendo que deje a mi pueblo
como carnada para comprar nuestra supervivencia?” preguntó incrédulo Bernard
“¡Imposible! Antes me sacrificaré a mi mismo y a toda mi familia que tratar a
mis súbditos como si fueran ganado”.
“No es necesario ser tan melodramático,
querido” respondió la reina Ingrid “Después de todo, hay algunos que realmente
merecen ese destino. Antes de huir, tomamos a los reos de nuestras prisiones y
los metimos en vagones cerrados que hemos ido transportando con nosotros, y
creo que Dieter y los demás han hecho lo propio. Esos hombres y mujeres son
basura. Por este medio pagarán con creces sus culpas y, al menos una vez en sus
vidas, cumplirán un servicio no solo para sus reinos, sino que para toda la
humanidad”.
“La otras opciones serían quedarse aquí y
montar una defensa, demostrando que le tienen tanto aprecio como para dejar
morir a millones por ellos”, intervino el Merodeador “O emprender la huida
hacia el norte, rezando para que Muerte en el Viento no nos alcance a medio
camino y simplemente nos arrolle con sus hordas”.
Bernard pareció decidirse entonces “Creo que
tienen razón. Que los dioses me perdonen, pero no puedo sacrificar a todo mi
pueblo por un puñado de ladrones y asesinos. Daré la orden de marchar
inmediatamente, dejando las cárceles cerradas”.
“Tal vez sería bueno si algunos de los vagones
con prisioneros quedaran abandonados cerca de la ciudad”, dijo Erandiril “Si se
los deja a todos demasiado juntos, podrían llegar a sospechar”.
Ya puestos de acuerdo, el plan se llevó a
cabo. Llevando consigo tan solo los elementos más vitales, los habitantes y
refugiados de Weimar partieron hacia el norte a toda prisa. Cuando, una semana
más tarde, llegaron las hordas demoníacas, encontraron un auténtico festín
esperando por ellos. Sabiendo que si se les negaba el alimento y la diversión
que tenían al alcance de sus garras las tropas podían volverse en su contra, Muerte
en el Viento y el Hermano Batalla decidieron esperar que sus subordinados
hicieran lo que quisieran mientras ellos revisaban los abundantes registros y
mapas que habían quedado en la ciudad tras la presurosa retirada.
Y así fue como, con el horrendo sacrificio de
miles, millones pudieron salvar la vida, al menos de momento.
Capítulo Sesenta y Uno:
Cuando
los dragones y los Seres de Luz despertaron nuevamente, el mundo se paralizó.
Después de la guerra contra los demonios, se habían escondido en todos los
rincones de la Creación,
siendo rápidamente olvidados al caer esta bajo el yugo del Segador.
En el lejano norte, lo que se creían colinas
comenzaron a temblar y moverse hasta, finalmente, revelar la terrible
majestuosidad dorada de los antiguos dragones. En templos antiguos y criptas
olvidadas, figuras aladas se agitaban hasta finalmente salir a la luz del sol,
sus armas clamando por la sangre del traidor.
Gran agitación dejaron a su paso, aunque volaron
alto y sin dignar a los mortales que los miraban estupefactos con una mirada
siquiera. Tanto en los Reinos del Hielo como en el Imperio de los Fae y en las
escasas ciudades humanas que aún no habían sido abandonadas, los corazones de
la gente se regocijaron, pues ¿Cómo podía una señal tan inequívoca del favor
celestial presagiar algo distinto a la absoluta victoria sobre las fuerzas
demoníacas?
Pero
los Señores del Sueño, el Rey Condenado y los Grandes Demonios sabían más que
los simples mortales, y el miedo atenazó su corazón. Si los “Seres de Luz”
habían vuelto, era imposible que pudieran contenerse ante la vista de sus
enemigos. Bastaría con que uno solo de la hueste celestial alzara la mano
contra los demonios, o viceversa, para desencadenar el Armagedón. Por una vez,
el Segador se alegró de que el Hermano Batalla estuviera acompañando a Muerte
en el Viento.
Para su fortuna, nada de ello pasó, pues los
aparecidos no tenían interés alguno en el ejército de Muerte en el Viento. Sin
embargo, el desastre estuvo a pocos momentos de materializarse.
Mientras las hordas demoníacas se cebaban en
los escasos humanos que iban quedando en Weimar, la tierra comenzó a temblar
fuertemente, al punto de convertir las escasas edificaciones que quedaban en
pie en meros montones de piedra y madera. Rápidamente los dos Grandes Demonios
salieron del castillo, llevando consigo un puñado de mapas antes de que la
vieja construcción colapsara. Debajo suyo, la tierra siguió moviéndose, hasta
que fue obvio que algo debajo de ella se estaba agitando. Lentamente, la punta
de un yelmo se dejó ver, el acero reluciente pese a los siglos y milenios bajo
tierra. Luego, un rostro de una belleza ultraterrena, capaz de conmover al más duro
de los corazones. Finalmente, la punta de una enorme ala, blanca como la nieve.
Sorprendidos como estaban, los Grandes Demonios estuvieron a punto de dejar que
el desastre ocurriera.
Uno de los soldados que estaba más cerca
reconoció de inmediato a los odiados enemigos de su raza y, con un aullido
desafiante, se lanzó contra él. Alertado por el aullido, Muerte en el Viento
atinó a sacar una de sus dagas, que lanzó con mortal precisión contra la
garganta del demonio, evitando la hecatombe por unos pocos segundos.
En el tiempo que tomó al Hermano Batalla
recuperar la compostura y asegurarse de que las tropas estaban bajo control,
más de las figuras aladas salieron de la faz de la tierra, mirando a los
demonios con indisimulado odio.
“¿Y bien, qué va a pasar ahora?”, tronó el que
parecía ser su líder, un robusto anciano de densa barba negra, con una cicatriz
que atravesaba todo el lado izquierdo de la cara, incluyendo la cuenca vacía de
su ojo izquierdo, y armado con un hacha gigantesca que parecía estar hecha de
pura luz “Cada uno de nosotros tiene ahora en sus manos el destino de este
asqueroso mundo. No seremos nosotros quienes rompan la armonía, pero si quieren
morir solo tienen que acercarse y atacar”.
“Valientes palabras para una panda de sobrevivientes
de una raza de perros apaleados”, escupió Muerte en el Viento. Una de las
figuras aladas dio un paso adelante, pero una mirada de su líder la detuvo en
seco “Tienen suerte de que tengamos asuntos más urgentes que acabar con su
mísera existencia”, dijo el demonio, apuntando con su brazo hacia el horizonte
“Ahora lárguense, antes de que me arrepienta de ser tan misericordioso”.
Por un momento pareció que el líder de los
Sers de Luz iba a atacar de todos modos, pero finalmente se impuso la razón “Vámonos,
camaradas, no perdamos tiempo con esta chisma”.
Sin decir una palabra más, los siete Seres de
Luz extendieron sus alas y emprendieron el vuelo, uniéndose a sus hermanos en
su búsqueda del traidor.
Capítulo Sesenta y Dos:
La titánica figura miraba con indiferencia
como llegaban tanto sus hijos como aquellos que pretendían ajusticiarlo. Una
docena de dragones había permanecido en la Creación.
Todos ellos formaron un círculo protector a su alrededor,
mirando amenazadoramente a los Seres de Luz que se iban formando. Estos a su
vez los observaban con un odio fratricida, no atreviéndose aún a enfrentarlos.
Unos cuantos de ellos tomaron a los maltrechos emisarios y los ayudaban como buenamente
podían, reconociendo la autoridad con que el ausente Azrael los había ungido.
El cielo pareció abrirse para anunciar la
llegada de Rafael, segundo al mando de los ejércitos celestiales en la Creación y único de los
arcángeles que no siguió a Azrael en su regreso a los Divinos Cielos. Se
trataba de una figura delgada, casi esquelética, cubierta tan solo por una
vaporosa túnica, más blanca que la nieve. En sus brazos cargaba una espada de
oro puro, a la que acariciaba distraídamente. Sus rasgos, de una delicadeza
extrema, hacían difícil creer que pudiera haber visto siquiera alguna guerra,
pero sus ojos desmentían esa impresión, irradiando una autoridad que pocos
podían resistir.
Sin miedo, se acercó al lugar donde se
encontraba el Padre de Dragones. Sus criaturas le cerraron el paso, siseando
amenazadoramente, pero, incapaces de soportar el fulgor de su mirada, debieron
hacerse lentamente a un lado. Sin acelerar el paso ni revelar una pizca de
nerviosismo, el arcángel se acercó hasta quedar cara a cara con el traidor.
“Si gustas puedo fingir sorpresa ante la forma
en que has superado a mis hijos, Rafael” dijo con su habitual calma el Padre de
Dragones “Después de todo, siempre fuiste amigo de las demostraciones vulgares
de poderío y las muecas de admiración que estas suelen traer consigo”.
La respuesta del arcángel contenía el mismo
tono tranquilo y sosegado, desmentido por el odio que ardía en sus ojos “Me
parece difícil creer que después de la cobardía que mostraste la última vez que
nos vimos hayas decidido volver a aparecer ¿Acaso creíste que podrías ocultar
tu regreso, o has decidido al fin reconocer tus crímenes y pedir clemencia?”.
“Por lo visto los años no han logrado darte
sabiduría, Rafael”, fue la respuesta “Hablas como si fueras mi superior, siendo
que estás muy lejos de poder considerarte siquiera mi igual. Vienes ante mí
solo, siendo que puedo borrarte sin esfuerzo de la existencia, y que cualquiera
de los míos puede acabar con la patética excusa de ejército que ha decidido
seguirte”.
“¿Por qué nos traicionaste, Yddraig?”,
preguntó el arcángel “¿Por qué nos abandonaste en nuestra hora de mayor
necesidad?”.
“No fui yo quien los abandonó, Rafael, fuimos
nosotros quienes abandonamos a los mortales. Tú mismo los enviaste a morir en
combate contra los demonios, cuando lo único que querían era vivir en paz. La
divina imagen del inmortal Azrael los instaba a sacrificar a aquellos que
intentaban huir de la espiral de muerte en la que los habíamos encerrado ¿Cómo
podían pedir que me uniera a ustedes tras semejantes atrocidades?”.
“Era necesario, viejo camarada. Los mortales
no son nada más que piezas que debemos mover como mejor nos parezca para
cumplir con la misión que el Único nos encomendó” la voz tranquila de ambos
contradecía la intensidad de sus palabras, pero ninguno estaba dispuesto a
mostrar al otro la más mínima señal de debilidad o falta de autocontrol “¿Qué
diferencia hace la muerte de cientos, miles o millones de cucarachas si con ello
nos acercamos más al plan que el Hacedor tenía para con el universo? ¿Qué
importa que mandemos torturar civilizaciones enteras, si al hacerlo ponemos en
marcha la visión del Todopoderoso?”.
“Olvidas”, respondió el Padre de Dragones,
irguiéndose en su enorme estatura “Que si aquel al que llamas Todopoderoso
realmente fuera tal, el universo jamás se habría desviado del plan que tenía
designado para él, e incluso me habría sido imposible la rebelión. Después de
todo, ¿Qué tan poderosa puede ser una entidad que es incapaz siquiera de abrir
las puertas que separan su mundo de este para que sus legiones puedan llevar a
cabo su voluntad?”.
“Hasta ahora estaba dispuesto a perdonarte,
Yddraig, pero has blasfemado contra nuestro creador, y la clemencia ya no es
una opción” Ante la mirada de desprecio de la criatura, se alzo por los aires
hasta quedar frente a su pecho. Lentamente, tomó con ambas manos la empuñadura
de su espada “Lamento que las cosas tengan que terminar así, pero tú mismo lo
has buscado. Que el Señor se apiade de ti” Levantó el arma sobre su cabeza, y
la misma luz del sol pareció llenarla. Con un movimiento veloz como el
relámpago, la descargó sobre el pecho indefenso del dragón.
“No”, clamó una voz, y fue como si una maza lo
hubiera golpeado. En medio del intercambio en tonos cordiales y tranquilos,
llegaba una voz cargada de ira. Al darse vuelta, Rafael vio que el anciano
emisario de los débiles humanos se acercaba hacia él. En sus ojos brillaban la
convicción y la furia.
“No recuerdo haberte dado permiso para hablar,
jovenzuelo” dijo el arcángel, acercándose hasta que su rostro casi tocaba el
del maltrecho emisario “Deja que tus mayores discutan sus asuntos. Mientras
tanto, puedes ir a jugar con tierra, o lo que sea que tus bárbaros hermanos de
sangre hagan para divertirse. Si me desobedeces, las cosas podrían volverse
desagradables para ti”.
“En eso te equivocas, escoria” el anciano vio
con satisfacción la sorpresa de los Seres de Luz: pocos podían tratar de esa
forma al arcángel y vivir para contar la historia “Eres tú quien aprenderá, al
fin, cual es el lugar que le pertenece”.
Rafael sonrió y volvió a levantar su arma,
listo para dar un golpe final al entrometido. Pero, cuando iba a hacerlo, los
brazos no le respondieron. Lo intentó una vez más, y otra, pero era inútil: por
mucho que se esforzara, lograba descargar su espada sobre el emisario.
“Olvidas que fue en nosotros que el amo Azrael
depositó su autoridad, Rafael” dijo el anciano “Olvidas también que le juraste
total y completa obediencia, aún cuando ello te significara la muerte. El poderío
del Arcángel Supremo cae sobre nosotros, y es por eso que te lo ordeno: ¡De
rodillas!”.
Con la sorpresa pintando su rostro, el
arcángel se precipitó hacia la tierra, dando con las rodillas en el piso, en
una postura de absoluta humillación. Su cuerpo se agitaba desesperado, pero el
juramento que había hecho aún lo ataba con toda su fuerza, y cualquier
resistencia resultaba inútil.
“Tus
palabras muestran que eres indigno de ser parte de este glorioso ejército” la
voz del emisario era implacable, y el temblor de Rafael revelaba el agónico
esfuerzo que hacía por resistir “El castigo por tu insolencia es la muerte”.
Sin poder hacer nada, el arcángel vio como sus
brazos alzaban, temblorosos, su propia espada. Lágrimas asomaron a su impasible
rostro, y un gemido ahogado expresó la angustia que sentía. Hasta el final
luchó, pero centímetro a centímetro la punta de la espada se iba acercando,
hasta que llegó a clavarse en su cuerpo y rasgar su carne. El mundo estalló en
un océano de dolor, pero su cuerpo llevaba a cabo, inmisericorde, la sentencia
dictada. Solo cuando la espada se hubo hundido hasta la empuñadura logró Rafael
soltar sus manos y pedir piedad.
El anciano bajó lentamente de las alturas en
que se encontraba, para que aquellos que se hallaban reunidos no perdieran
detalle. Sin la menor prisa, tomó con ambas manos la espada y, apoyando un pie
en el pecho del caído arcángel, la arrancó, liberando un torrente de sangre y vísceras.
Por un momento se vio una expresión de alivio en el rostro de Rafael, pues con
su muerte acababa la horrible tortura.
En el silencio reinante, el emisario fulminó
con la mirada a la hueste celestial “Si es que alguien más desea cuestionar mi
autoridad o la de mis compañeros” dijo, alzando la espada cubierta de sangre
“Será mejor que lo haga de inmediato”.
Al ver que nadie se adelantaba, dio una
reverencia al Padre de Dragones, diciéndole “Espero que podamos encontrarnos de
nuevo en circunstancias más felices”. Luego retomó su tono duro y ladró a los
Seres de Luz, apuntando con la espada a la figura inmóvil de Rafael “Asegúrense
de dejar este cadáver donde los buitres puedan darse un festín. El resto de
ustedes síganme, pues tenemos mucho trabajo por delante”.
El hombre maldijo su debilidad al tropezar con
la piedra, llevando al suelo a su febril acompañante. Por lo visto, habían
tenido una suerte inaudita: Cuando recuperaron la consciencia los demonios no
se encontraban en el sector sur de la ciudad, por lo que pudieron huir y dar un
rodeo para intentar llegar al norte. Era poco probable que quedaran poblados
cuya población no hubiera sido asesinada en el sur. Lo más probable era que los
demonios en algún momento se dirigieran en la misma dirección que ellos, por lo
que viajaron varios días hacia el este y solo entonces torcieron el rumbo,
esperando minimizar la posibilidad de encontrarlos.
En ese aspecto tuvieron éxito, tal vez
demasiado: los caminos estaban desiertos, pues las noticias del regreso de
Muerte en el Viento y la destrucción de Brügenmord viajaron a la velocidad del
rayo, por lo que las escasas granjas o posadas que encontraban habían sido
abandonadas o derechamente quemadas por sus propietarios para no dejar nada que
pudiera resultar de utilidad al invasor.
Holtz miró sus manos, ahora de un color rojo
oscuro, y saboreó la ironía: estas manos poseían la fuerza de un demonio, pero
aún así casi ni podía tenerse en pie.
El anciano que lo acompañaba le tiró de la
manga, sacándolo de su ensoñación. “Me parece que ahí hay un edificio, joven.
Aún si está desierto, podría ser un buen lugar para pasar la noche”. Los viajeros
apenas habían intercambiado palabra desde que salieron de la ciudad, por lo
cual Holtz estaba muy agradecido: ya se sentía lo suficientemente culpable por
haber estado a punto de sucumbir a su sed de sangre, como para además cargar
con las penas que este pobre viejo sin duda llevaba en el alma.
Se trataba de una casa pequeña, bastante
oculta por los árboles que crecían a la vera del camino. Más por costumbre que
cualquier otra cosa, llamó. Al no oír respuesta, destruyó la puerta de un
puñetazo e invitó al anciano a pasar.
El interior era tan simple y funcional como el
exterior: algunos muebles, artículos que parecían pertenecer a un leñador, y
poco más. A diferencia de casi todas las casas que habían encontrado, en esta
no parecía faltar nada. Habían algunos vegetales aún en buen estado en la
alacena, y varios jamones colgaban del techo.
Para evitar cualquier sorpresa desagradable,
Holtz probó primero los alimentos: si el antiguo dueño había decidido
envenenarlos para dar un golpe a los demonios, él tenía muchas más
posibilidades de sobrevivir que el anciano. Afortunadamente, parecían estar
bien, por lo que se relajó mientras este cocinaba. Al cabo de un rato, ambos
viajeros devoraban una sopa de vegetales, acompañada de abundante jamón y unos
cuantos trozos de pan duro. Agotados como estaban, la magra comida se les
antojó un banquete digno de un rey.
Saciado su apetito, el anciano sacó su pipa,
un poco de tabaco y empezó a fumar tranquilamente. “Agradezco todo lo que ha
hecho por mí, joven”, dijo en un tono ligero “Pero ya es hora de que su camino
continúe en solitario: no son pocos los años que he vivido, y siento en el
pecho que la tierra me llama a su seno”.
Durante un momento el joven lo miró,
extrañado. Llevaban casi tres semanas de viaje, y el hombre nunca se había
quejado ni dado evidencia de estar enfermo. De vez en cuando necesitaba que lo
ayudara o aflojara el paso, pero no había flaqueado. ¿Por qué ahora sí?
Como si pudiera leer sus pensamientos, el
anciano volvió a hablar “Cuando me salvó en Brügenmord, vi lo que estuvo a
punto de hacer. Al principio creía que el agotamiento me había jugado una mala
pasada, pero luego vi lo mucho que le costaba controlarse para no matarme”
Holtz simplemente escuchaba, petrificado “Llámelo la intuición de un viejo, si
quiere, pero tenía la idea de que si me dejaba morir ahí mismo ese lado animal
lo poseería por completo. Mi vida acabó en el momento en que mi mujer y mis
hijos fueron tomados por los demonios, pero al menos ahora tenía la oportunidad
de hacer una última buena obra, así que lo acompañé en mi viaje. Pero la Muerte me ha estado
siguiendo de cerca, y temo que ha escogido esta noche para alcanzarme”.
Esa fue la última vez que hablaron: de quienes
eran antes de los demonios, y de qué habrían hecho si la pesadilla jamás
hubiera sucedido. Luego se fueron a dormir, y al amanecer el alma del anciano
había partido a reunirse con los suyos.
Triste, pero sin permitirse el lujo de las
lágrimas, Holtz cavó una tumba y dejó una lápida sin nombre para marcar el
lugar de descanso de aquel que había desafiado a la muerte para devolverle la
humanidad.
No hubo rezos, cánticos ni palabras solemnes.
Acabada la obra, el guerrero siguió su camino hacia el norte, donde lo esperaban
los de su raza para combatir la imparable marea de oscuridad.
Capítulo Cincuenta y Nueve:
En su nuevo hogar, el Padre de Dragones
escuchada al mundo y lo que este quería contarlo. Podía oír a los demonios
destrozando la tierra con sus pesadas botas, y a los últimos humanos acabar sus
preparativos y partir hacia el norte para la última defensa. Podía también
escuchar lo que pasaba en las distantes regiones donde los otros mundos topaban
con este. Los demonios aullaban de rabia, pues con el Señor de las Alimañas en
su lado de la barrera, no tenían modo alguno de regresa a esparcir el caos y la
ruina. En otra frontera, aquellos que se llamaban a si mismos los Seres de Luz
miraban atentamente la
Creación, buscando cualquier grieta que les permitiera
regresar a luchar contra sus enemigos.
Resultaba curioso que ambos, tan distintos
como podían llegar a ser, se vieran tan similares en las ansias que mostraban
de aniquilarse mutuamente.
Una tenue perturbación en el aire le anunció
la llegada de visitas con la misma claridad que una fanfarria de trompetas.
Pocos segundos después, los tres emisarios estaban ahí, intentando ocultar la
sorpresa que les causaba verlo en todo su esplendor por primera vez.
“Saludos”, dijo el Padre de Dragones a las
diminutas figuras que se encontraban a sus pies “¿Qué asuntos los traen a mis
dominios?”.
Vachel fue el primero en adelantarse, la furia
evidente en su mirada “Dinos, ¿Por qué es que has regresado, traidor?
¿Pretender que volvamos a confiar en ti, para que una vez más nos abandones
cuando más te necesitemos?”.
Una vez más, la criatura primordial alzó su
cabeza y rió. Era una risa espontánea y amable, llena de genuina alegría. Una
vez más, los emisarios cayeron al suelo chillando de dolor, la sangre brotando
por sus ojos, nariz y boca.
Los tres emisarios estaban estupefactos.
Habían vivido durante miles de años, arrancados de las vidas que llevaban para
ser la personificación del poderío de los Seres de Luz en este mundo. Mientras
mantuvieran un pie los antiguos juramentos hechos a los demonios, su poder
sería absoluto y nadie podría hacerles frente… Y he aquí que esta entidad los
barría por el suelo sin pensar siquiera en ello.
“Temo no saber de qué me hablas, buen amigo.
El único acto de traición que yo recuerdo fue el de los mal llamados Seres de
Luz hacia las razas mortales cuando, hace ya tanto tiempo, les prometieron la
libertad a cambio de ayuda para combatir contra los Antiguos. ¿Les contaron sus
señores qué fue lo que hicieron una vez conquistado su enemigo y forzado a
abandonar este mundo?” Los tres sirvientes, aún tratando de recuperarse,
bajaron la cabeza, avergonzados. El dragón siguió hablando, su tono siempre
tranquilo y sosegado “Fue esa traición la que me abrió los ojos y me hizo ver
el error en nuestras acciones. Afirmábamos hacer lo mejor para ellos, pero
Azrael no fue un mejor gobernante de lo que fueron los Antiguos. La única
diferencia era que los mortales habían sido hechizados para realizar de buen grado
las atrocidades que se les ordenaban, mientras que los Antiguos al menos tenían
la decencia de no ocultar lo torcido de sus corazones”.
La primera en recuperar la pressencia de ánimo
fue la niña Fae, quien se elevó por los aires hasta quedar frente al enorme
hocico del Padre de Dragones “Pese a tu aparente rebeldía, sigues siendo una
criatura de los Divinos Cielos, sobre las cuales el amo Azrael nos dio pleno
dominio en este mundo Sus ojos centellearon amenazadores, y un poder anterior
al mismo Tiempo llenó su voz “¡Recuerda el lugar que te pertenece, criatura!”
tronó “¡Inclínate ante tus señores naturales, como lo selló el Gran Concilio en
el albor de los tiempos!”.
Si las risas del titán parecieron afectar a
los emisarios, la atronadora carcajada causó estragos en sus cuerpos
inmortales. El poder que se les había otorgado les impedía morir, pero grande
fue el castigo que se les infringió. El cuerpo de la niña fue expulsado por los
aires, destruyendo varios árboles antes de detenerse definitivamente. El hombre
y el anciano estaban totalmente destruidos, sus cuerpos mortales manteniéndose
en pie solo por la extraordinaria voluntad que los volvía dignos de su lugar
como emisarios. Sus ojos habían reventado y sus huesos eran poco más que polvo,
pero aún así miraban con odio a la criatura.
El tono de voz de la mole alada no cambio en
lo más mínimo, la esencia misma de la tranquilidad y la razón “Habría pensado
que las nuevas generaciones podrían tener sus cabezas llenas de sesos y no de
aire. Desgraciadamente, me han demostrado que no es así”. Con deliberada
lentitud se acercó a lo poco que quedaba de la niña “Debiste haber escogido
mejor tus palabras, querida. Quizá si tu soberbia no hubiera sido tanta, no te
encontrarías en esta situación” Se interrumpió un momento y alzó la cabeza,
atento “Vaya, esto está sucediendo más rápido de lo que me habría esperado”
Incapaces de moverse, los enviados simplemente lo miraron “Por lo visto, vamos
a tener una reunión de lo más interesante”.
En tiempos que solo unos pocos podían recordar
con claridad, los Seres de Luz pactaron la paz con los demonios, jurando no
interferir en el devenir de la Creación.
Algunos de ellos decidieron no regresar a su hogar en los
Divinos Cielos, esperando que el juramento se rompiera y pidieran volver a
hacer la guerra.
Los antiguos dragones abandonaban sus refugios
y volaban a encontrarse con el primero de su raza, mientras que figuras
humanoides surcaban el cielo, preparándose para enfrentar a aquel que había
osado renegar del dominio celestial.
Una vez más, el cambio y la entropía hacían su
aparición en esta hora era de conflicto.
Cuando el Merodeador transmitió sus noticias
al Segador, hubo un silencio expectante en la sala. Se habían reunido todos
aquellos cuyas opiniones eran relevantes en el esfuerzo de guerra: El rey
Dieter, la reina Ingrid, la
Bestia, Erandiril y los embajadores de los reinos-ciudades
más cercanos. Ya todos estaban al tanto de las noticias, y se apresuraban a
enviar a su gente al refugio que ofrecían los Fae. Probablemente deberían pagar
un alto precio por aquella hospitalidad, pero sería mejor eso que la
aniquilación.
“Tal vez sería conveniente intentar razonar
con ellos, ver qué es lo que quieren”, dijo uno de los embajadores, un hombre
alto y ya algo entrado en años “En mi vida he visto muchas guerras evitarse con
una negociación franca y oportuna”.
“No serviría de nada”, dijo el Segador,
apesadumbrado “Si él ha regresado ha sido para matarme una vez más y recuperar
su imperio. Y ese imperio no se basa en la unidad, sino que en la conquista y
el terror”.
“Esa es la verdad”, terció el rey Dieter. Los
acontecimientos de los últimos meses, en lugar de debilitarlo, parecían haberle
devuelto el brío, y se le veía mucho más vigoroso que antes “Cuando llegaron a
Brügenmord no hubo intentos de parlamentar, ni bravatas, ni nada. Simplemente
se lanzaron contra la ciudad y mataron a todos a su paso”.
“La situación no deja de ser irónica”, dijo la Reina “Los demonios de
antaño vuelven, y algunos de esa misma raza son los que nos ayudarán a
vencerlos. La pregunta es, ¿Cuánto más peligroso es este ejército ahora que el
tal “Hermano Batalla” está involucrado en su dirección y entrenamiento?”.
Para sorpresa de todos, fue el Merodeador
quien respondió la pregunta. Dio una solemne reverencia a la Reina, y respondió “Hablamos
de uno de los Siete, señora. Uno cuyo auténtico nombre fue olvidado, eclipsado
por sus hazañas en la guerra. En cuanto a estrategia y táctica militar, era
segundo solo ante el Segador, pero nadie podía superarlo en los otros aspectos
que una guerra involucra. Suministros, entrenamiento, exploración de terreno…
Todo lo manejaba con antinatural maestría, encerrado en un cuerpo cuya
habilidad y fuerza tan solo son superados por los de la mítica Bestia Negra de
Agarod”.
El aludido pareció un poco incómodo por la súbita
atención que todo el mundo ponía en él, pero se adelantó y habló “Entre las
muchas guerras que estallaron después del ascenso de Muerte en el Viento, se
contó la resolución de ciertos asuntos que teníamos pendientes. Mi antigua
fortaleza estaba rodeada de acantilados y riscos, emplazada en lo alto de una
solitaria montaña” Uno de los embajadores, un hombre enormemente gordo,
palideció al escuchar la descripción. Pese a lo vago de esta, solo podía
referirse al lugar donde se alzaba su ciudad “Entre mis tropas se encontraba la
flor y nata de las legiones del Segador, sus escuadras de asalto… Pese a todo,
cuando él atacó, un cuarto de mis fuerzas cayeron inmediatamente.
Afortunadamente, su aparente triunfó lo envalentonó demasiado y decidió dirigir
su ejército desde la primera fila, donde lo vencí en combate singular. Pese a
todo su ejército podría habernos destruido, pero entre la conquista y la vida
de su caudillo optaron por la segunda. De lo contrario, ninguno de los dos
estaría el día de hoy caminando en este mundo”.
“El por qué está aquí o qué fue lo que hizo en
el pasado es irrelevante” Esta vez fue Eranridil quien alzó la voz. Pese al
tiempo que había pasado, no había perdido la costumbre de participar en
consejos de guerra “Lo importante es qué podemos hacer para detenerlo. Tras el
sabotaje, sospecharán que alguien lo provocó y, por lo tanto, que la
información ha llegado a nuestro poder. Podemos asumir, entonces, que ellos
saben que sabemos. Intentar ahora usar la fuerza sin el apoyo de los Fae y Nordheim
sería un suicidio. Lo único que podemos hacer es encontrar alguna debilidad y
explotarla”.
“Señorita, varios de mis hombres vieron a los
demonios y cómo se abrían paso a través de espada y armadura sin apenas
esforzarse” Era el rey Dieter el que hablaba ahora “¿Qué debilidad podrían
tener ahora que estarán bien armados y disciplinados?”.
“Si viven, entonces pueden ser muertos”, dijo
el Merodeador “Además, no sería la primera vez que un ejército de demonios es
vencido por mortales”.
“Estás equivocado, hermano” Esta vez fue el
Segador quien tomó la palabra “Los Fae de ahora no son sino una sombra de los
que combatimos en nuestro tiempo. Son una raza apocada, pese a lo que quieran
hacer creer al mundo. Viven de la gloria de haber destruido el poder de nuestra
raza, pero ya no son los guerreros que alguna vez obligamos a servirnos. De
cualquier modo, antes de tomar una decisión, debemos reunir todas las fuerzas
que tengamos disponibles. Solo entonces sabremos si es posible hacer frente a
Muerte en el Viento o si tendremos que hacer una defensa suicida”.
Los presentes asintieron, y pronto la reunión
tomó otros derroteros, ocupándose de asuntos más inmediatos: No tenía sentido
ocuparse del hambre de mañana si ni siquiera tenían pan para el día de hoy.
Capítulo Cincuenta y Cinco:
El Rey Condenado se permitió el lujo de dar
una sonrisa optimista: Para el poco tiempo que llevaban juntos, las fuerzas de
las tres razas estaban desempeñándose bastante bien en los ejercicios.
Había costado, de eso no cabía duda. Al
principio fue casi imposible evitar que los Guerreros Sombra buscaran pleito
con cualquiera que no perteneciera a sus filas, y la actitud condescendiente de
Fae y Nordheim para con los humanos había terminado con varios lances a
puñaladas. Afortunadamente, sus superiores estaban atentos, y la violencia fue
contenida antes de pasar a mayores.
Debajo de la torre en que se encontraba, un
grupo compuesto de humanos y Fae intentaban arrancar una pequeña fortificación
defendida por los Nordheim. Terminado el ejercicio cambiaban los defensores, y
las otras dos razas pasaban al ataque. De esta manera, no solo se acostumbraban
a tener que colaborar los unos con los otros, sino que además debían adaptarse
a enemigos con diferentes fortalezas y debilidades.
A su lado, el encargado de coordinar el
ejercicio lo miraba todo con ojo crítico. Se trataba de un Fae alto y de anchos
hombros, vestido en la imponente armadura de los Guerreros Sombra. Una
inexpresiva máscara de plata ocultaba parcialmente su rostro, dejando al
descubierto varias cicatrices que indudablemente lo habían deformado por
completo. Con rapidez hacía anotaciones en un pergamino dispuesto para él, las
que con toda seguridad usaría para humillar a todos los participantes en la
escaramuza… Afortunadamente, parecía conocer bien su trabajo: Al Rey le parecía
que todas y cada una de las mordaces críticas que hacía a los soldados estaban
plenamente justificadas, pese a ser dichas de la manera más desagradable e
hiriente posible. El hecho de que fuera igual de severo con los Fae que con los
Nordheim y los humanos ayudaba a que se sintieran como un solo cuerpo con
distintas divisiones, en lugar de tres ejércitos diferentes.
Terminado el ejercicio, el supervisor se levantó
y lo encaró con una amigable sonrisa, que contrastaba con la seriedad y
concentración absoluta que mostraba al cumplir con su trabajo “Me parece que
las cosas están mejorando al fin, Majestad. Ya no se ven tanta fricción entre
destacamentos, y vuestros súbditos ciertamente están mejorando su coordinación
y velocidad de respuesta. Sin embargo, temo que tendré que hablar con los
comandantes, pues aún se ve una preocupante vacilación al dar órdenes a tropas
de razas diferentes. Si me disculpa, me retiro”. Hizo una reverencia
extremadamente formal, y bajó las escaleras. Ni bien hubo desaparecido,
empezaron a escucharse sus gritos destemplados cuestionando la ascendencia de
todos los involucrados en el ejercicio.
El Rey volvió a sonreír. La forma de actuar
del supervisor tal vez no fuera la más adecuada, pero definitivamente daba
resultados.
Capítulo Cincuenta y Seis:
Tras varias semanas, los ejércitos al fin se
movían. Con la inestimable ayuda del Hermano Batalla, habían forjado armas y
armaduras suficientes como para equipar a todas sus fuerzas, e incluso disponer
de algunos repuestos en caso de ser necesario.
Muerte en el Viento miró con indisimulada
alegría las llamas que consumían los pocos edificios que iban quedando en pie:
Ahora el único camino que les quedaba era hacia delante. Distraídamente, pasó
los dedos por la empuñadura de su nueva espada. Se trataba de una pieza tosca,
pero no le cabía duda de que llegado el momento cumpliría con su cometido.
A cualquiera de las razas mortales, el avance
de las pesadas botas metálicas y las extrañas maquinarias de asedio le habría
parecido un milagro. Más fuertes y resistentes incluso que los Nordheim, los
demonios rara vez necesitaban descansar, por lo que avanzaban sin detenerse a
veces durante días enteros. En el camino descubrieron algunas granjas que
habían escapado de sus “atenciones” y que se habían negado a abandonar las
tierras de sus antepasados. Sus habitantes, así como los animales que estos
tenían, se convirtieron en un festín que marcó la primera detención prolongada
cuatro días después de la partida.
Después de eso, la marcha se convirtió en una
tediosa rutina, pues la gran mayoría de granjas y asentamientos estaban desiertos:
el éxodo hacia el norte hacía mucho que había comenzado.
La siguiente detención prolongada ocurrió
cuando llegaron a una ciudad grande. Aparentemente había sido abandonada hace
poco tiempo, y descubrieron con placer que sus habitantes habían dejado atrás
gran parte de sus pertenencias. Así, muchos demonios pudieron cambiar sus armas
por otras de mejor calidad o que se adaptaran mejor a sus necesidades.
Mientras las tropas recuperaban todo lo que
podían, Muerte en el Viento y el Hermano Batalla se instalaban en el castillo.
La mayor parte de los libros y documentos habían sido quemados, pero algunos
mapas lograron escapar a lo peor de las llamas, y eran examinados con atención
por los demonios. Se trataba de documentos antiguos, pero que daban a los
demonios una ventaja que no poseían y que podía llegar a ser invaluable: Ahora
conocían al menos en parte el territorio por el que se moverían, y no estarían
obligados a simplemente avanzar llevados por sus instintos como hasta ahora.
Por lo visto, estaban en la zona central, en
lo que alguna vez habían sido los dominios del Sultán de la Sangre. A pocas horas de
marcha desde la ciudad, habían tres poblados más pequeños, que probablemente ya
habrían sido abandonados. Hacia el noreste, si interpretaban bien los símbolos
de los humanos, había una ciudad más grande, probablemente la capital del reino
en el que se encontraban. Si tenían suerte, sus habitantes habrían sido igual
de descuidados, dejando despojos útiles al ejército.
Nadia sabía cuantos años habían pasado desde
que los demonios abandonaron la
Creación, pero una cosa era cierta: Dentro de poco tiempo,
los mortales entenderían con total claridad la calamidad que les significaría
su regreso.
Capítulo Cincuenta y Siete:
Jack podía sentir el nerviosismo de los que lo
acompañaban. Su milagroso “escape” de prisión era conocido en toda la ciudad, y
su regreso a las andanzas infundió un nuevo respeto de parte de los invisibles
señores de los bajos fondos. Precisamente estaba con los más importantes de
ellos ahora, e iba a necesitar de su reputación y todo su tacto si quería salir
bien de esta.
“Déjame ver si entiendo esto bien, Jack”, dijo
Flavius el Gordo “¿Pretendes que dejemos de hacer negocios con los Calaveras
Escarlatas solo porque no te gusta el destino que pudieran dar a nuestras armas
y pertrechos? ¡Es ridículo! La única razón por la que nos hemos reunido es para
debatir asuntos que nos puedan afectar a todos. Creo que tu reciente fuga ha
hecho que sobreestimes tu importancia, viejo amigo”. Flavius y Jack habían
comenzado su carrera como ladrones juntos, ascendiendo en su organización hasta
que el gordo envenenó a su jefe y tomó el control. Sabiendo que no estaba
seguro si era visto como una amenaza al nuevo poder de su amigo, Jack reunió a
su propia gente y creó su organización, dando origen a una guerra secreta que
llevaba varios años desarrollándose. Que hasta ahora ninguno de los dos hubiera
muerto era testimonio de las habilidades de ambos.
“Flavius tiene razón”, terció Borlak, una
figura severa y enjuta “El llamar a esta reunión sin un buen motivo nos aleja
de nuestros asuntos, Jack, y tú sabes muy bien que hacer eso podría
considerarse un insulto…” No terminó la frase, ni necesitaba hacerlo. Entre los
ladrones, asesinos y contrabandistas de *** no había ningún jefe, pero el viejo
Borlak era el que más se acercaba. Había llegado a la cima antes de que
cualquiera de los sentados a la mesa hubiera empezado su carrera. Se había mantenido
ahí con un cuidadoso equilibrio entre no inmiscuirse en asuntos ajenos y
asesinar a todos los que se entrometían en los suyos, por lo que en general se
confiaba en su capacidad de ser imparcial frente a una disputa como la que
ahora los preocupaba.
Jack tragó saliva, rezando porque su
nerviosismo no fuera visto por sus compañeros. Afortunadamente los otros dos
participantes, Bertrand y Amadeus, guardaban silencio, lo cual significaba que
sus palabras no les parecían tan descabelladas.
“Entiendo su preocupación. Es natural que se
sientan… inquietos cuando alguien pretende darles consejos respecto de cómo
manejar sus propios negocios”. “Inquietos” era un término demasiado suave,
pensó Jack. Probablemente “rabiosos como tigres con urticaria” habría sido más
apropiado “Pero realmente creo que esto podría afectarnos a todos. Los cuentos
de antaño han vuelto a atormentarnos. Los pocos que han visto al ejército de
demonios y vivido para contarlo concuerdan en que solo la unión de los humanos
con los Fae y los Nordheim tendría alguna posibilidad remota de vencer, y eso
solo porque nosotros tenemos a algunos demonios de nuestro lado. Pausó un
momento para ver el efecto que tenían sus palabras. Al no encontrar oposición,
continuó “En poco tiempo tendremos que marchar todos al norte, y eso será
bastante malo para los negocios. Pero si estos hijos de puta llegan a ganar la
guerra, sería el desastre. Todos conocemos las viejas historias: Sacrificios,
ser cazados… Las torturas que nos infligían los Fae eran un juego de niños
comparado con lo que se nos viene encima, ¿Y ustedes quieren venderle armas y
suministros a un montón de chiflados que creen que los demonios son en realidad
ángeles que vienen a liberarnos y llevarnos al paraíso? Difícilmente es la
decisión racional que habría esperado de ustedes, caballeros”.
Con sus últimas palabras, la ya tensa
atmósfera se enrareció visiblemente. Sabía que sus palabras herirían
sensibilidades, pero no esperaba que tanto. Si no arreglaba la situación, podrían
perfectamente lo último que dijera “Es por eso”, dijo, esforzándose por mostrar
una confianza que estaba muy lejos de sentir “Que ofrezco comprarles todos los
pedidos de armas y armamento destinados a los Calaveras Escarlatas, con un
incremento del quince por ciento sobre el precio que ellos ofrezcan”. Al ver
que la sorpresa dominaba a sus iguales, presionó sobre esa ventaja “Además,
quisiera comprar cualquier contacto o información que ustedes puedan reunir
sobre ellos. La guerra se viene encima, y pienso estar en el bando que ofrece
mejores posibilidades de continuar los negocios con normalidad”.
Una gota de sudor perlaba su frente, y el
silencio era absoluto. Los cuatro amos de ladrones lo miraban fijamente.
Finalmente fue Borlak el que habló “Será extraño tener un igual que a la vez es
un cliente, pero por ese margen de beneficios estoy dispuesto a hacer el
intento”. A regañadientes, los restantes dieron su aprobación a la iniciativa.
Zanjado el asunto que los había reunido, los cinco se retiraron: Casa minuto
que pasaban alejados de sus asuntos era oro que dejaban de ganar.
Una vez estuvo fuera de la vista de sus
compañeros y de los espías de estos, Jack soltó un suspiro de alivio. Su
gambito había dado resultado, con lo que los nobles que financiaban a la
Calavera Escarlata serían identificados y
recibirían una última visita de cortesía de parte de los hombres de Jack. La Señora estaría contenta
también… Al menos hasta que se enterara de la cantidad de oro que iba a tener
que desembolsar.
En la absoluta oscuridad de
la celda, un tenue hilo de luz adornó el borde inferior de la pesada puerta de
madera. Dando la espalda a la habitación para no encandilarse, Jack esperó que
el guardia abriera la trampilla a través de la cual le daban el pienso
asqueroso que en la cárcel pasaba por comida. Aburrido, se sentó a esperar:
Todavía no estaba tan hambriento como para comerse aquello.
Para su sorpresa, escuchó al guardia introducir una pesada llave en la
cerradura de la puerta y abrirla, bañando la habitación con la luz vacilante de
una antorcha. Jack, acostumbrado por su cautiverio a ver apenas la
iluminación más mínima, tuvo que taparse los ojos para paliar el dolor. Cuando
finalmente pudo ver a su alrededor sin que le doliera la cabeza, se percató de
que el guardia no estaba solo, sino que lo acompañaba una figura más pequeña
cubierta por una capucha color café que ocultaba sus rasgos.
"Por favor déjenos solos", dijo la cascada voz de una anciana.
Sin rechistar, el guardia le dejó una antorcha y abandonó la habitación.
"Vaya", dijo Jack ni bien estuvieron los dos solos "Sabía
que tengo muchas admiradoras, pero no que estas tuvieran tanta
influencia".
"Tan encantador como dicen los rumores", dijo la figura
encapuchada "Es una lástima que eso no pueda ayudarte ahora".
"Suena como si usted fuera la única opción de ayuda que tengo ahora,
aunque supongo que eso será a cambio de algo. Así que por favor, dígame, ¿En
qué puedo ayudarla?".
La vieja dejó escapar una risilla "Esa actitud está mejor, muchísimo
mejor. Verás" Se acercó un par de pasos a Jack. A esa distancia, el
contrabandista pudo ver que llevaba pesados guantes de cuero que no dejaban ni
un centímetro de su piel al descubierto "En las últimas semanas, se han
escuchado rumores de que los demonios han salido de los cuentos que los crearon
y empezado una campaña de destrucción en el lejano sur. Desgraciadamente, la
destrucción de varias ciudades y la llegada de miles de refugiados de las
ciudades más australes nos han confirmado que es cierto: De las nieblas del
tiempo ha regresado aquel a quien llamaban el Segador. Su antiguo rival, Muerte
en el Viento, también ha regresado, y ahora ambos buscan destruirse
mutuamente".
Jack se levantó y se estiró, haciendo crujir sonoramente sus
maltrechos huesos "Todo lo que dice es un cuento sumamente
interesante, señora, pero no me explica qué tengo que hacer para salir de este
agujero".
"Paciencia, querido, paciencia" La delgada figura empezó a
caminar por la diminuta celda "Como en todas partes, hay gente que valora
más su propia supervivencia que la del resto. A medida que pase el tiempo y se
empiece a ver la real dimensión de la amenaza que se cierne sobre nosotros, la
gente empezará a recordar las viejas historias. Recordarán las habladurías
sobre el antiguo imperio de los demonios y las riquezas y maravillas que en él
podían verse... Y los más estúpidos entre ellos querrán ofrecer sus servicios
al Señor de Demonios a cambio de un lugar en su imperio. Para encontrar a esas
ratas necesitaremos una propia, y déjame decirte" Se acercó bruscamente,
dejando entrever su rostro por un momento. Jack retrocedió de inmediato,
blanco como el papel "Que tú eres la rata más escurridiza que he visto en
mucho, mucho tiempo".
Jack estaba visiblemente agitado. Lentamente, logró obligarse a respirar
más despacio y a recobrar el control de si mismo. Lo que había visto no era
real, no podía serlo. Después de todo, tras varios días sin una comida decente
ni ver la luz del sol, era natural que su mente le jugara malas pasadas.
"Muy bien", dijo, con la voz más segura que pudo fingir
"Pero a cambio, quiero recuperar lo que es mío. Mis casas, mis joyas, cuadros
y oro, así como dinero para pagar a mi gente. Si me van a quitar del negocio y
obligar a entrar en uno nuevo, al menos podrían pagar mis gastos
operativos" Se atusó el bigote y continuó "Además, sería bueno si la
fortuna empezara a cambiar drásticamente para algunos ex competidores y que
ellos sepan que eso se debe a haberme intentado jugar malas pasadas. En algún
momento quiero retomar el negocio, y no quisiera que me olvidaran".
Nuevamente una risilla, y la figura dio otro paso adelante. Sin pensarlo,
Jack retrocedió "Me parece que no entiendes bien la situación en que te
encuentras, querido. Puedes ayudarnos, o puedes quedarte aquí hasta que el
Infierno se congele. ¿Qué es lo que prefieres?".
El contrabandista pareció recuperar en ese momento el aplomo
"Ustedes querían tenerme, y aquí estoy. Si soy lo suficientemente
importante como para poner a oda la puta guardia de la ciudad tras mi pista,
entonces soy lo suficientemente importante como para tener algunos privilegios.
Supongo que usted es lo suficientemente astuta como para darse cuenta de que
puede ser más útil afuera que adentro, ¿O me equivoco?".
El tono de la anciana cambió, abandonando su falsa dulzura y
revelando una voz que parecìa tan antigua y fría como las montañas "Eres
osado, tengo que admitirlo, y eso me gusta. Muy bien, tú y los tuyos tendrán
oro suficiente para operar y comprar las lealtades que necesiten, y aquello que
era tuyo volverá a tus manos. No hace falta decir que esto" hizo un gesto
teatral con su brazo, abarcando la sala "Te parecerá el paraíso comparado
con lo que te espera si decides ignorar las órdenes que recibas,
¿Verdad?".
Con la boca repentinamente seca, Jack asintió.
"Entonces está arreglado" La anciana golpeó dos veces la puerta
y llamó al guardia. Inmediatamente, este se presentó "Ya he tenido
suficiente com esta visita. El prisionero ha de ser adecuadamente vestido y
alimentado. Volveré mañana a buscarlo, ¿Entendido?" El guardia parecía
querer decir algo, pero lo pensó mejor y simplemente respondió un seco
"Sí, señora".
Tras despedirse de Jack, la anciana abandonó la celda. Quien hubiera
podido ver su sonrisa se habría espantado, pues era horrible la expresión que
ponía la Araña
cuando sus planes marchaban según lo presupuestado.
Capítulo Cincuenta y Uno:
Moira maldijo para sus adentros una vez más.
Los dos funcionarios delante suyo notaron el cambio de actitud, e
inmediatamente guardaron un aterrado silencio.
"Creo que no me he dado a entender claramente, señores", dijo
la generala, acercando su rostro al de los temblorosos tinterillos "Cuando
di la orden de que no se me molestara a menos que se tratara de algo urgente,
no estaba bromeando. Si los demonios invaden nuestras fronteras, los Fae
deciden hacernos alguna jugarreta o el Gran Cazador abandona los Hielos
Profundos y pide una audiencia, siéntanse libres de entrar a mi despacho como
si del suyo propio se tratara. Pero si vuelven a hacerlo para lloriquear porque
no están recibiendo todo el crédito que creen merecer" Su mano tocó
casualmente la funda de su espada "Me veré forzada a tomar medidas
drásticas, ¿Entendido?" Sin apenas atreverse a pestañear, ambos asintieron
"Muy bien, ahora fuera de mi vista, todos tenemos muchísimo trabajo por hacer".
Sin esperar un momento, ambos burócratas abandonaron la sala con la mayor
velocidad que el recato y la dignidad de sus cargos les permitían.
Ya libre de esas molestas cucarachas, Moira se sentó frente a la montaña
de papeleo que debía examinar. Todo ello sumamente urgente, claro, y de
materias tan graves que solo ella podía resolver.
Le resultaba difícil quedar a cargo del Reino mientras el soberano y su
comitiva viajaban a las tierras de los Fae, a cubrirse de gloria o a ser
cubiertos por la tierra. Ella había dirigido batallones, compañías, ejércitos
enteros. Era una mujer de acción, y se sentía como si estuviera encerrada en
una ratonera. Pero el Rey tenía razón: Si se dejaban las riendas a alguien cuya
lealtad no fuera absolutamente incuestionable, existía el riesgo de encontrar
una guerra civil encubierta al regresar, a medida que los rebeldes empezaban a
asignar personas afines a su pensamiento en lugares clave. Precisamente para
evitar eso fue que ella debió permanecer en la capital: Su fidelidad al rey
condenado estaba fuera de toda sospecha, y su fama como guerrera que no teme
derramar sangre haría que los posibles rebeldes se tomaran con mucho cuidado la
idea de causar problemas.
El Reino necesitaba un sacrificio, y ella había sido la indicada. En su
juventud conoció las privaciones de la vida en campaña: El hambre, el dormir a
la intemperie, el temor constante a una emboscada... En cierto sentido, esto
era peor. No importaba cuan duras fueran las condiciones de la marcha, el
cuerpo se terminaba acostumbrando. La incertidumbre de una posible encerrona
era angustiante, pero una vez comenzaba la batalla, las cosas se volvían
brutalmente sencillas: Si algo se movía y era más grande o más pequeño que un
Nordheim, debía morir. Aquellos que estaban con ella la ayudaban a llevar la
muerte a quienes debían recibirla, y eso era todo.
En cambio, en este nido de ratas nada era lo que parecía. Tenía que
lidiar tanto con funcionarios bien intencionados pero pagados de si mismos -Los
que acababa de despachar eran un buen ejemplo- como con manipuladores sibilinos
a los que no les importaba la destrucción total del Reino si eso les permitía
aumentar su poder e influencia.
Una parte de su mente divagaba mientras otra evaluaba objetivos,
ponderaba prioridades y dictaba resoluciones a los asuntos más tediosos y
necesarios que alguien pudiera imaginar.
Realmente, quería que la guerra terminara pronto.
Capítulo Cincuenta y Dos:
En el glorioso pasado, eran muchas las razones por las cuales el
Merodeador Nocturno era temido y odiado. No se trataba de sus dotes como
guerrero, pues varios de entre los Siete lo aventajaban ampliamente en esa
esfera. Tampoco era que resultara particularmente amenazador: Cualquiera que lo
hubiera visto junto a la
Bestia o al Sultán de la Sangre podía dar cuenta de ello.
No, lo que lo hacía peligroso y temible no eran los atributos evidentes,
sino aquellos que requerían discreción o sigilo. Jamás alguien tuvo la
impresión de que estuviera investigando a algún reino o grupo en particular,
hasta que los líderes de estos aparecían ahogados en su propia sangre. Demonios
y mortales lo temían por igual, pues su trato era el mismo con aquel que
consideraba su aliado que con aquellos a los que secretamente había condenado a
muerte.
Jamás lo habían visto venir, y nunca hubo una prueba concluyente de que
él cometiera todos esos asesinatos. Pero el miedo seguía ahí, y el rumor de sus
hazañas se contaba en susurros a la luz de la hoguera.
Tampoco fue visto cuando su camino se cruzó con el del ejército que
Bestia venía custodiando. Se tomó la libertad de observarlos mientras
acampaban, y tuvo que reprimir una sonrisa al ver que los soldados trataban al
gigante casi con la misma confianza con la que se trataban entre ellos.
Definitivamente, por muy decadente que fuera, esta edad no dejaba de esconder
sus propias y sorprendentes maravillas.
Pasada la medianoche decidió que había visto lo suficiente, por lo que
continuó su camino, pues las nociones mortales de descanso y sueño nada
significaban para los Siete. A medida que seguía hacia el sur, el paisaje se
volvía cada vez más desolado. Las granjas, abandonadas por sus dueños,
comenzaban a ser víctimas de la naturaleza, mientras los animales que no
pudieron llevar con ellos regresaban lentamente a su naturaleza salvaje.
Dos días más tarde dio con los primeros rastros del enemigo. Un
campamento de bandidos en una ruta poco transitada había sido atacado. Los
cadáveres mordisqueados de los pobres infelices eran ya pasto de los cuervos y
los gusanos, mientras que los pocos animales que estos tenían habían
desaparecido. En las precarias construcciones de madera, la destrucción era
total. Al acercarse a investigar, notó con sorpresa que los cadáveres habían
sido registrados y saqueados: Ninguno tenía sus armas, pese a que llevaban
vainas para portarlas.
El panorama se repetía sin mayores variaciones a medida que avanzaba
hacia el sur. Lo único que cambiaba era que el espectáculo se iba volviendo
cada vez más salvaje. En el campamento solo había visto muertos desmembrados,
pero luego aparecieron cadáveres con los brazos y piernas rotos, flotando en un
caldero con agua ya fría. Pese al tiempo transcurrido, en algunos de ellos aún
podían verse las huellas de la espantosa agonía que habían sufrido. En una
granja, el cadáver de un hombre aparecía atado a un árbol y con los párpados
arrancados de cuajo. Al frente suyo, tres piras con cadáveres carbonizados:
Probablemente lo obligaron a ver como su familia ardía y lo dejaron ahí para
que muriera de hambre.
Al estar ya cerca de Brügenmord, vio una columna de humo que ascendía
hacia el cielo. Al acercarse, vio que los demonios habían apostado centinelas
con ciclos de guardia perfectamente definidos y organizados. En sus cintos,
llevaban sendas espadas y armas de diversa índole, sin duda arrebatadas a sus
víctimas.
Solo al caer la noche se atrevió el Merodeador a penetrar en la ciudad.
Los guardias eran buenos, pero él era el mejor. Varios minutos después, el
silencioso demonio vagaba por las calles de la ciudad. La columna de humo
parecía provenir de una serie de edificios cercanos al centro de la ciudad. Al
avanzar refugiándose en las sombras, vio a varios grupos blandiendo sus armas y
lanzando cortes y estocadas siguiendo un patrón bastante específico. ¿Estaban
entrenando? ¿Cómo era posible que la Furia los hubiera abandonado tan rápidamente?
Mientras tanto, otros demonios se dirigían hacia el lugar del que salía el humo
cargando enormes sacos.
Casi al llegar al lugar empezó a escuchar los ruidos: El golpear de los
martillos contra los yunques, y el soplido de las forjas al ser accionadas. Al
asomarse a uno de estos edificios, quedó helado: La Furia no solo había
abandonado a los demonios lo suficiente como para hacer ejercicios de combate,
sino que incluso para fabricar objetos. Hilera tras hilera de armas se
apilaban, de todas las formas y clases imaginables. Pesadísimas corazas y
cascos de hierro eran depositados ordenadamente en anaqueles, mientras los
sacos con el carbón y el mineral eran vaciados en un torrente que daba vida a
la infinita maquinaria de guerra demoníaca.
Debía hacer algo: A este paso, en pocos días todo el ejército estaría
armado, y el peligro que representaba se multiplicaría muchas veces.
Deslizándose sin ser visto, logró entrar a uno de los almacenes. Tomó un par de
antorchas sin encender y se fue al extremo de la ciudad, donde prevalecían las
edificaciones de madera en lugar de las de piedra. Cuidándose de ojos
indiscretos, encendió las antorchas y las dejó en el interior de un par de los
edificios que se mantenían en pie. Luego, se subió al techo de una edificación
de piedra, y se sentó a esperar.
Como era obvio, al poco tiempo el fuego comenzó a extenderse, con los
consiguientes gritos de alarma. El Merodeador se incorporó para ejecutar la
siguiente parte de su plan, cuando vio algo que casi le hizo perder el
equilibrio y caer.
En medio del humo, dos figuras se acercaban al fuego aullando órdenes.
Una de ellas tenía el rostro felino y un aire de natural majestad a su
alrededor, como si en el mundo lo natural fuera que él mandara y los demás
obedecieran. La otra parecía ser una enorme armadura, que se movía sin tener en
su interior un cuerpo que la impulsara.
Muerte en el Viento y el Hermano Batalla.
La mente del Merodeador trabajaba a toda velocidad. Si jugaba bien sus
cartas, tenía la posibilidad de matar a uno de los dos, aunque era
prácticamente imposible que sobreviviera al asalto. Ambos eran guerreros
formidables, y estaban rodeados por sus tropas. Además, si uno de ellos moría,
el otro podría continuar sin problemas la campaña, y él moría, no habría modo
de informar al Segador de las preparaciones que estaban llevando a cabo.
Furioso consigo mismo por saberse incapaz de matar a sus dos enemigos,
aprovechó la confusión reinante para escabullirse en varios almacenes, dejando
una antorcha encendida en cada uno de ellos. Esto no detendría sus preparaciones,
pero al menos las entorpecería. Cumplida su misión, se perdió en medio de la Oscuridad, avanzando
siempre hacia el norte.
El Segador debía ser informado.
Capítulo Cincuenta y Tres:
En las profundidades de la tierra, una entidad
se removía, inquieta. A sus oídos llegaban noticias de cambio en el mundo,
traídos desde muy lejos. Había permanecido inmóvil tras las batallas que
arrancaron al mundo de las manos de sus primeros señores, y se preguntaba si no
sería hora de que su existencia volviera a ser conocida.
La idea le hizo gracia. Lentamente, con mucho
cuidado, fue tomando conciencia de la mole enorme que era su cuerpo. Con una
suavidad sorprendente en un ser de su tamaño, comenzó a moverse. La tierra se
revolvió, y la criatura se quedó quieta. Debería tener mucho cuidado, pues
había otros habitantes en las profundidades, y no sería justo causarles
problemas solo porque él quería moverse y recorrer el mundo que había abrazado
como suyo.
Pese a su autoimpuesto exilio, nunca dejó de
enterarse de lo que sucedía en la superficie: Había adoptado al mundo como
propio, y el mundo hizo lo mismo con él. Fue así que supo del gobierno que
dieron los autoproclamados Seres de Luz a las crédulas razas mortales, y de los
demonios fin a su tiranía para iniciar una propia, que a su vez fue reemplazada
por las depredaciones de los Fae sobre los hasta hace poco indefensos humanos.
Ahora, los Seres de Luz volvían a moverse. El
Rey Maldito de los Nordheim regresó para guiar a su pueblo, y los Grandes
Demonios una vez más hacían la guerra. Se trataba de una era de cambios, de
despertares y caídas. ¿No sería ya tiempo de regresar a la luz que en algún
momento había ayudado a salvar?
A toda velocidad, se deslizó a través de la
tierra. Amplios túneles parecían formarse a su paso, para volver a cerrarse
inmediatamente después. La criatura no cabía en si de gozo, moviéndose cada vez
más rápidamente hacia la superficie.
El lugar en el que por fin volvió a ver el
mundo que tanto amaba había sido un desierto cuando él había iniciado su
exilio, mientras que ahora un tupido bosque se extendía hasta donde alcanzaba
la vista. Incapaz de contener la alegría que lo llenaba, el llamado Padre de
Dragones soltó una risa incontrolable.
En algún lugar de la Creación, los tres
emisarios cayeron al suelo, chillando de dolor.
El silencio en la sala era solo interrumpido
por la respiración de las numerosas personas presentes. La sala era enorme, pero se volvía pequeña por
la cantidad de seguidores, nobles, sirvientes y soldados presentes en ella,
tanto Fae como Nordheim, todos ansiosos de poder decir en el futuro que
presenciaron el importante evento que estaba a punto de llevarse a cabo.
El Rey
tomó el cuchillo que le ofrecía el embajador y se hizo un pequeño corte en el
dedo. Luego, se inclinó sobre la mesa y firmó con su sangre en los voluminosos
documentos que contenían las concesiones que ambas razas se hacían mutuamente y
el acuerdo al que habían llegado para lograr la paz y enfrentar la amenaza que
tenían en común. Tomó la pequeña venda que le ofreció un sirviente y estrechó
la mano del enviado de los Fae.
“Aún queda mucho por avanzar entre nuestras
razas, majestad”, dijo el embajador, ignorando los susurros que se alzaban de
la multitud que los rodeaba “Pero me atrevería a decir que hemos tenido un muy
buen comienzo”.
“Así es”, contestó el Rey “Nuestros rehenes
partirán junto con las primeras unidades ligeras, pero no serán entregados a
vuestra custodia hasta que los vuestros lleguen aquí”.
“Una excelente iniciativa, noble señor” el
embajador se levantó de la mesa y comenzó a dar un paseo por la pequeña sala
“Me he tomado la libertad de anunciar el satisfactorio término de las
negociaciones a mis señores, así como los puntos principales del acuerdo. Si
todo va bien, en dos semanas deberían estar aquí para disfrutar de vuestra
hospitalidad”.
“Sin
duda será necesario hacer ejercicios conjuntos entre nuestras dos fuerzas,
embajador. No sería bueno que, por desconfiar de mis hombres, alguno de
vuestros generales tome demasiados riesgos, o que la enemistad entre ambas
razas haga que se concentren más en pelear entre ellos que con el enemigo”.
“Es una buena observación, majestad. Hemos
hecho lo posible por minimizar la posibilidad de roces, pero el trabajo de
verdad en ese aspecto lo tendrán quienes tienen poder de mando sobre las
tropas. Me aseguraré de informar a mis superiores de vuestras inquietudes, para
que ese punto se tenga en especial consideración”.
Un mensajero ae entró en la sala y,
acercándose discretamente, susurró unas palabras al oído del embajador. La
expresión de este mostró un rictus de ansiedad, volviendo rápidamente a su
habitual serenidad. “Majestad, ha habido un suceso que me parece sería mejor
discutir en mayor reserva de la que contamos aquí”.
“Por supuesto, embajador”, dijo el Rey,
pasando a dirigirse a quienes los rodeaban “¡Este es sin duda un gran día para
nuestras dos razas, y justa razón tenemos para sentir júbilo! Sin embargo, aún
quedan asuntos por atender, y no quisiera mantenerlos encerrados y
estrechándose unos contra otros. Aún quedan muchos asuntos por discutir. Vayan,
entonces, y esparzan la buena nueva: Que tanto Nordheim como Fae sepan que ya
no son enemigos, y que se han unido para destruir por segunda vez al Gran
Enemigo”.
Un torrente de vítores se alzó de las
gargantas de los Nordheim e incluso de los normalmente impasibles Fae. Casi un
minuto estuvieron aplaudiendo, para luego partir al inhóspito exterior a anunciar
que el pacto estaba sellado. En la sala solo quedaron el Rey, el embajador y
sus consejeros de mayor confianza.
Desocupada la sala, el Rey volvió a centrar
su atención en el embajador “¿Qué era lo que ibais a decirme?”.
“Se trata de algo bastante importante, aunque
no afecta directamente nuestras negociaciones”, dijo este “La mayoría de los
reinos humanos han recibido las noticias sobre los demonios, y los primeros
refugiados han comenzado a llegar a nuestras tierras. Se espera que miles, si
es que no millones, lleguen en las próximas semanas”.
El Rey se tomó un momento para considerar su
respuesta “¡Lars!” llamó. Menos de un minuto después, un Nordheim delgado y
enjuto se presentaba ante el soberano, su rostro una máscara severa que solo
hablaba del cumplimiento del deber “Asegúrate de que los graneros entregan más
alimento del que necesitaremos, todo el que sea posible sin arriesgar a que
quienes se quedan aquí pasen hambre. Si vamos a luchar al lado de nuestros
nuevos aliados, debemos hacer cuanto sea posible para que nadie pase hambre.
Aunque estoy seguro de que esos salvajes no van a ser más que un estorbo,
prefiero tener un estorbo agradecido y sin demasiadas razones para causar
molestias”.
“Se hará como ordenéis, mi señor”, dijo el
chambelán, partiendo de inmediato a cumplir con la orden impartida.
“Hay algo que no me queda claro, Majestad”,
terció el embajador “Habéis dicho “necesitaremos” las provisiones, en lugar de
“necesitarán. ¿Quiere decir eso que…?”.
“Efectivamente”, fue la respuesta “No puedo
pretender dirigir a mi pueblo si no estoy dispuesto a arriesgar la vida por él.
Además” su rostro se deformó para mostrar una sonrisa muy poco amistosa “Hace
tiempo que quiero tener una charla cara a cara con los Señores del Sueño”.
Capítulo Cuarenta y Nueve:
Los únicos ruidos que se escuchaban en las
ruinas de Brügenmord eran los gruñidos de los demonios al hablar entre sí, los
sacos de mineral al ser arrastrados, y el repiqueteo de los martillos en las
forjas. La llegada del Hermano Batalla había sido de gran utilidad para Muerte
en el Viento, pues su sola presencia imponía una cierta disciplina, eliminando
al fin el salvajismo infernal y haciendo surgir por primera vez un ejército de
verdad.
Pero un ejército necesitaba armas, por lo que
escogieron a los más hábiles entre ellos y, recogiendo los pocos materiales que
no alcanzaron a ser transportados o destruidos, les encomendaron la forja de
armas y armaduras. Gran parte del resto fue enviada a las minas a sacar hierro,
o a los bosques, recolectando madera para mantener los fuegos. Los que quedaban
eran destinados a labores de guardia, o a ser entrenados por el Hermano Batalla
y Muerte en el Viento.
En lo que quedaba del palacio real, el
recientemente despertado demonio trabajaba febrilmente. La maquinaria de guerra
de los antiguos ejércitos no había consistido solo en demonios, por muy bien
equipados que estuvieran. Si las razas esclavas conservaban alguna capacidad
defensiva similar a la de los tiempos antiguos, una estrategia como la que se
estaba siguiendo contra los humanos resultaría desastrosa. No, si querían
asegurar la victoria, debían recurrir a otros ingenios. Afortunadamente, estos
no eran demasiado difíciles de construir.
“¿Aún obsesionado con la victoria, hermano?”,
dijo una voz a su espalda. Al girarse, vio que Muerte en el Viento lo miraba
con una sonrisa burlona. ¿En qué momento había entrado en la habitación? “No
vale la pena tomar tantas precauciones por estas cucarachas. Los únicos que
deben preocuparnos ahora son el Segador, la Bestia y el Merodeados, y ni aún ellos serán capaces
de enfrentarse a nuestros ejércitos”.
Idiota pomposo, pensaba el Hermano Batalla,
fue esa misma arrogancia la que provocó la destrucción de nuestro antiguo
imperio. Eso, y nuestra estupidez al aceptarte como señor y no desmembrarte y
quemar tus asquerosas entrañas en honor al Segador. Pero yo juré, y ese
juramento aún me ata. Si no fuera por eso, puedes contar con que habrías muerto
hace mucho tiempo. “Ninguna precaución llega alguna vez a ser suficiente”,
respondió en tono conciliador “Espera a ver la cara que pondrán el Segador y
sus lacayos cuando la horda con la que esperan encontrarse resulte ser un
ejército preparado para la lucha”.
“No es probable que eso llegue a suceder”,
replicó Muerte en el Viento “El Segador no es ningún estúpido. Tenía defectos
imperdonables en alguien que exigía ser llamado Amo, pero de no haber sido tan
inteligente no habría tenido que matarlo. Si bien era reacio a sacrificar vidas
“inocentes”, en una o dos ocasiones mandó al Señor de las Alimañas a hacer el
ritual para demostrar qué era lo que le sucedía a quienes se resistían
demasiado o causaban demasiados problemas. Sabe que con el tiempo el fuego va
abandonando los corazones de los demonios, volviéndolos más manejables”.
El Hermano Batalla se tomó un momento antes de
responder “Sí, es posible que tengas razón. Supongo que la sorpresa estará de
nuestro lado cuando vea el nivel de disciplina de nuestras huestes, conmigo
dirigiéndolas” Se hizo un incómodo silencio, que tardó en volver a romperse “Si
vamos a hacer la guerra, necesitamos conocer a nuestros enemigos. Por lo que me
has dicho de los humanos, no representan ninguna amenaza, excepto esos salvajes
que los mantuvieran a raya en la puerta. Necesitaremos saber cuantos más hay de
ellos, de donde vienen y qué es lo que les daba una ferocidad tan tremenda.
También debemos averiguar en qué estado se encuentran los Fae y los Nordheim:
¿Aún montan esas asquerosas parodias de dragones al presentarse a la batalla?
¿Se mantendrá vivo el espíritu orgulloso de los Nordheim, o se ha desvanecido
con el tiempo? Los mortales saben que hemos regresado, hermano, e
indudablemente se están preparando para enfrentarnos. Bestia se encuentra con
ellos, y posiblemente también el Segador. Existen dos formas de enfrentar a un
enemigo que te conoce bien: Una, dejar que confíe en ese conocimiento y hacer
algo inesperado. Para eso, servirá el que el Segador ignore mi regreso. La
segunda es reunir la mayor cantidad de información sobre tu enemigo, y usarla
en su contra. Creo que eso es lo que nos falta por hacer. ¿Crees que puedas
hacer algo al respecto?”.
Una sonrisa iluminó el rostro de Muerte en el
Viento. “No te preocupes, hermano. Creo que conozco una forma de lograrlo”.
Capìtulo XXXXX (meter entremedio):
Jack tropezó con una teja y maldijo para sus adentros. Si los guardias lo
encontraban, podía darse por muerto. Se quedó quieto un momento, escuchando.
Los ruidos de pisadas estaban cerca, pero nadie gritaba advertencias ni
amenazas. Afortunadamente, habían decidido atacar durante la noche, dándole la
oportunidad de escabullirse por los callejones que tan bien conocía.
Esto debía ser cosa de esa maldita bruja y sus palabras ponzoñosas. Unos
cuantos locos habían llegado desde el lejano sur hace poco, diciendo que los
demonios de las eras antiguas habían regresado y estaban arrasando con todas
las ciudades que encontraban en su camino. Según ellos, las hordas ya habían
destruido Brügenmord y otros centros más al norte... Y el idiota del rey les
creyó hasta la última palabra, como si las leyendas fueran algo más que humo y
espejos para impresionar a los crédulos.
Evidentemente, una amenaza así solo podía ser enfrentada con la unión de
todos aquellos que viven en la
Creación, por lo que el rey envió una embajada al reino de
los Fae, informándoles de la situación y ofreciendo una alianza militar en
contra de esta amenaza ficticia.
Desafortunadamente, los Fae también se tragaron ese cuento, por lo que
aceptaron de buen grado unirse a las fuerzas humanas, comprometiendo también el
apoyo de los distantes y enigmáticos Nordheim. Con el creciente intercambio que
esta alianza significaba, los Fae ofrecieron investigar el tráfico de *** hacia
tierras humanas. Teniendo una bien engrasada red de espías en todo su
territorio, no tardaron en dar con Ogar. Este, a su vez, en lugar de esperar a
ser torturado, confesó todo lo que sabía, incluyendo sus contactos con Jack.
Tras ser interrogado fue dejado en libertad (conocía demasiados secretos sucios
acerca de demasiada gente: O se lo hacía desaparecer por completo, o se
procuraba no hacerlo enojar), enviándole inmediatamente un mensaje a su
compañero de operaciones.
En cuanto lo recibió, Jack empezó los preparativos para la huida. Si
simplemente partía, los guardias averiguarían la ubicación de todos los nidos
de ladrones de la ciudad. Naturalmente, se jactarían de la fuente de dicha
información, con lo que su cabeza pasaría a no valer un ardite. Alcanzó a
enviar instrucciones desesperadas y quemar la mayoría de documentos importantes
cuando la guardia hizo su entrada. Desesperado, había lanzado una antorcha al
antiguo mobiliario, aprovechando para escapar en medio de las llamas.
Aguzó el oído. Las pisadas se alejaban, con lo que una vez más estaba a
salvo. Agradeciendo a los cielos por su suerte, bajó del techo a un callejón
desierto y echó a caminar con el desparpajo de quien no tiene nada que ocultar.
Estaba tan concentrado en las movidas que tendría que hacer para
recuperar lo que había perdido, que ni siquiera sintió el golpe que lo hundió
en la inconsciencia.
Con un gruñido de impaciencia, la Bestia levantó el tronco de
árbol que entorpecía el paso de la compañía a la que acompañaba. Sin prestar
atención a los murmullos de admiración y las caras de espanto de los soldados,
siguió caminando: Estaba ahí para colaborar con la marcha, no para hacer
amigos.
Amigos… Una vocecilla en su interior le hizo
preguntarse si alguna vez los había tenido. Enemigos, camaradas, superiores y
subordinados ciertamente había tenido, pero ¿Amigos? ¿Alguien con quien
compartir sus escasas alegrías y temores? ¿Una persona que lo ayudara a cargar
con el infinito tedio de la existencia? Bestia no creía que ese tipo de
relaciones fueran para entes como él. Quizá era el precio a pagar por ser
radicalmente distinto incluso de aquellos que pertenecían a su raza. Una raza
que, superada la sed de sangre del lugar del que provenía, había arrebatado un
mundo entero de las garras voraces de los autoproclamados “Seres de Luz”, solo
para perderlo a manos de unos esclavos piojosos por culpa de su propia
autocomplacencia.
Ese era el auténtico estigma, la marca que los
suyos llevaban: provenían de un lugar salvaje, que los mortales no podían
imaginar ni en sus más afiebradas fantasías. Él mismo apenas podía recordar
como era, pese a ser el único que conservaba la chispa de la locura que
permeaba aquel reino. Ni siquiera el Sultán de la Sangre podía alegar
semejante conexión. Gritos, chillidos, una eterna vorágine de muerte y
renovación en la que ningún depredador era lo suficientemente grande como para
no ser devorado si se descuidaba siquiera un momento.
¿Cómo habían sabido que podían abandonar ese
mundo? ¿Cómo llegaron Grito Infernal y su armadura a sus manos, y por qué sabía
el nombre y la historia detrás de su espada? No tenía respuestas. Lo único que
tenía era una misión que cumplir, y no…
Un movimiento.
¿Dónde estoy? Ya están montando el campamento,
parecen cansados. ¿Ni siquiera han marchado un día entero y ya deben detenerse?
Este mundo ya no era como alguna vez fue. Pero algo había llamado su atención.
¿Dónde?
Ahí. Dos soldados ya habían levantado su
tienda y conversaban alegremente sentados en la hierba. Detrás de ellos, el
movimiento sigiloso, apenas perturbando los matorrales. Los dos idiotas seguían
charlando, sin saber que la
Muerte los acechaba. Tal vez debería dejar que uno de los dos
muriera, para que el resto aprendiera la lección de la prudencia. Pero eso
significaría desobedecer la orden de procurar que llegaran a salvo a su
destino.
Y eso era inaceptable.
Filbourt pensó que su hora había llegado al
ver al demonio lanzarse sobre él. Apenas atinó a hacerse a un lado cuando la
pantera saltó, encontrándose de repente con dos poderosas manazas que la tomaron
del cuello. La criatura se retorció salvajemente, desgarrando la carne del
demonio, pero este aguantó estoico los embates del animal. Pocos segundos
después, sus movimientos se volvieron erráticos, para luego cesar por completo.
Tras clavar una mirada furibunda en el soldado
cuya vida había salvado, dejó su presa en el lugar donde dos atónitos soldados
estaban sacando las provisiones para el rancho de la noche y se alejó del
campamento.
Era
noche cerrada, y Bestia seguía intentando recordar. Para su desgracia, los
soldados parecían tener algún motivo para celebrar, pues el olor de la carne
asada y el ruido de los cánticos eran sumamente intensos. Desde el campamento,
pudo ver una silueta acercándose. Se trataba de un muchacho, poco más que un
niño, que habría parecido más en su elemento con una espada de madera para
jugar que con la pesada arma que llevaba al cinto. En sus manos llevaba un
humeante plato con carne, que dejó respetuosamente a sus pies.
“¿No piensa acompañarnos?”, dijo con voz aguda
“Esta noche tenemos pantera asada”.
“Lárgate, muchacho”, fue la áspera respuesta
“No tengo tiempo para tonterías”.
El muchacho lo miró un momento a los ojos,
como si quisiera asegurarse de que hablaba en serio “Temía que pudiera decir
algo así, así que le traje un poco de carne para que no pase hambre”. Indicó
con mano temblorosa el plato que había dejado en el suelo y regresó a toda
velocidad al campamento.
Bestia no comprendía los sentimientos de estos
hombres. Era natural que se sintieran agradecidos: El felino probablemente
habría matado a dos o tres de ellos antes de ser abatido, o quizá habría huido
y regresado durante la noche. Pero quedarse despiertos y bebiendo simplemente
los dejaría cansados al día siguiente. Devoró rápidamente la carne, sin apenas
darse tiempo a saborearla. ¿Tanto apreciaban la vida, tanto pavor tenían al
espectro de la Muerte,
que su alejamiento causaba tal alegría? Bestia no lograba comprenderlo: Solo
las cadenas de la lealtad lo ataban a la vida, y probablemente su inmortalidad
era lo que le impedía disfrutarla. Tal vez después de todo sí podría aprender
algo de los humanos.
Con toda tranquilidad, Bestia de Agarod se
puso de pie, tomó el plato vacío y se dirigió hacia el lugar de donde venían el
sonido de los cánticos y el olor de la carne asada.
Capítulo Cuarenta y Seis:
El Segador comenzaba a perder la paciencia: Era
la tercera ciudad humana que visitaba, y ya se preguntaba si no sería mejor
para todos dejar que Muerte en el Viento entrara a sacos en ellas y las quemara
con todos sus habitantes dentro. Siempre estaban los nobles hipócritas,
recomendando quedarse para no perder sus preciosos privilegios, o los generales
ciegos que afirmaban ser capaces de enfrentar y aniquilar cualquier ejército
que osara atacar sus murallas. Afortunadamente, ambos se mostraban mucho más
razonables cuando los demonios les mostraban parte de la fuerza que poseían.
Era pasado medio día, y los intensos preparativos
para la marcha de Kreutzheim se habían
detenido para dar paso a la siesta. La enorme metrópoli parecía casi un pueblo
fantasma. A su lado, Erandiril caminaba silenciosamente.
“Bestia ya debería haber llegado”, comentó el
Segador, encarando a la Fae
“Partió una semana después que nosotros, ya debería haber cubierto la distancia
hasta aquí”.
“Estás equivocado”, respondió Erandiril “Tu
error consiste en pensar como el señor de demonios que eras, dirigiendo tropas
que no conocen el hambre, el sueño o la fatiga. No me cabe duda de que, si
Bestia hubiera partido solo, ya habría llegado. Pero está acompañando a cientos
de soldados de a pie que deben comer en las mañanas, levantar campamento,
marchar a un ritmo que no disminuya demasiado su capacidad de combate,
detenerse a medio día para comer, y marchar hasta el atardecer, en que deben
montar campamento nuevamente. No son como los Nordheim, capaces de comer
mientras marchan, o como nosotros, que apenas necesitamos el sueño”.
“Aún no puedo creer que una raza tan
insignificante haya puesto en aprietos a tu nación”, terció el Segador con
sorna.
“Te recuerdo que fueron dos razas que los
tuyos consideraban insignificantes las que destruyeron tu Imperio, Segador”,
replicó la Fae
“Simplemente, los demonios fueron incapaces de ver nuestras fortalezas a
tiempo”.
La carcajada del demonio fue tan sorpresiva
que Erandiril dio un paso hacia atrás “Tienes toda la razón, pequeña”, dijo
mientras se enjugaba una lágrima “A veces incluso un ratón puede poner en jaque
al gato, si juega sus cartas correctamente. Pero, desgraciadamente, no por eso
dejará de ser un ratón” dicho esto, clavó sus ojos rojos en ella y le dedicó
una sonrisa salvaje.
“Los Señores del Sueño han enviado emisarios a
las ciudades más al norte de los territorios humanos” dijo, cambiando de tema
al ver el cariz que tomaba la conversación “Se están tomando medidas para
recibir a cuantos humanos lo deseen al interior de sus territorios, a cambio de
ayuda para combatir al ejército de Muerte en el Viento”.
El Segador detuvo su paso repentinamente “Aquí
hay algo que va mal. Muerte en el Viento desea asesinarme, y tiene un ejército
prácticamente invencible que, como bien dijiste, no necesita descansar ni dormir.
Podrían habernos alcanzado hace mucho y arrasado con todos nosotros, pero no
hemos tenido noticias de sus huestes, ¿Qué está pasando?”.
Erandiril se dio un momento para considerar la
idea “Quizá quiere jugar con nosotros, dando tiempo para que el miedo a lo
desconocido entre en los corazones. O tal vez es una cuestión de orgullo: Si
Muerte en el Viento se considera a si mismo un guerrero, no querrá enfrentarse
con ejércitos divididos de razas insignificantes, sino que a una fuerza que
esté en la cumbre de sus capacidades, para realmente tener la satisfacción de
la victoria”.
“No, así no funciona Muerte en el Viento. No
le interesa la gloria, sino el poder y la forma de amasarlo lo más rápidamente
posible” Se llevó una mano a la barbilla con aire meditabundo “Si se ha
retrasado es porque tiene algo que le puede dar una ventaja incluso superior a
la que le daría la destrucción de los humanos. Debemos averiguar exactamente
qué es lo que lo detiene. Pondré al Merodeador a ello”.
Erandiril asintió y se alejó, dejando al
Segador solo con sus pensamientos. Sentía la necesidad de aislarse, de buscar
un lugar tranquilo para descansar y recuperar la calma, pero sabía que no podía
darse ese lujo: Si algo le habían enseñado sus viajes con el antiguo señor de demonios,
era que la debilidad y la muerte iban inevitablemente de la mano. Ninguno de
los demonios que acompañaban al Segador se había quejado durante el viaje, ni
había titubeado a la hora de cumplir su deber.
Ella no sería menos.
Cuarenta y Siete:
El hombre abrió los ojos, demasiado agotado
como para sentir sorpresa o dolor. El cuerpo le pesaba como si estuviera hecho
de plomo. Muy por encima suyo, el cielo estaba cubierto de nubes que
presagiaban tormenta. Con un esfuerzo que se le antojó similar al de mover una
montaña, hizo a un lado el trozo de piedra que lo aprisionaba y miró a su
alrededor.
De inmediato deseó no haber sobrevivido.
La ciudad en la que había peleado no era más
que cenizas y polvo. Alrededor suyo se encontraban los cadáveres, la mayoría mordisqueados
y mutilados. Sin pensar en lo que hacía, se acercó a un cadáver que se veía
intacto y busco en sus ropas hasta encontrar un cuchillo. Lo alzó por encima de
su cabeza, y estaba a punto de descargarlo sobre el cadáver, este dio una débil
tos.
La revelación de lo que había estado a punto
de hacer lo golpeó como un rayo y, haciéndose a un lado, vació el escaso
contenido de su estómago en el suelo. Ahora veía que el precio a pagar por
volverse más fuerte de lo que un hombre tenía derecho no era tan solo poner en
peligro su espíritu, sino que también su mente y su cuerpo. Acongojado, se
acercó al hombre y lo revisó. Por lo visto, no se trataba de un soldado, pues
no llevaba uniforme ni tenía heridas, sino tan solo quemaduras y moretones.
Además, era demasiado viejo: Profundas arrugas surcaban su rostro, cubierto por
una corta barba gris. Solo en ese momento se le ocurrió examinarse a si mismo.
Lo que vio lo dejó de una pieza.
Recordaba vagamente haber recibido varias
heridas durante la batalla, pero su piel estaba absolutamente lisa. Su color
había cambiado, ahora tenía un leve tinte rojo oscuro, pero ninguna marca la
adornaba. Incluso las cicatrices que había recibido con anterioridad habían
desaparecido. Extrañado, miró el lugar del que había salido, y se quedó
nuevamente helado: Lo que había levantado tomando por un simple trozo de yeso
era una losa de piedra que a tres hombres fuertes les habría costado trabajo
mover.
Una nueva tos del sobreviviente lo devolvió a
la realidad. No podía dejarlo aquí, sería lo mismo que condenarlo a muerte. Aún
sin ser un galeno, resultaba obvio que había que atender a sus quemaduras. Si
recordaba bien los mapas que había visto de la ciudad, debía haber un río a
pocas horas de marcha. Con una facilidad que lo sorprendió, cargó al desdichado
anciano y partió con una carrera ligera hacia el río. Sería un lugar ideal para
probar sus nuevas fuerzas y capacidades.
Pese a que habían pasado varios días, los
gritos de los muertos y el olor a sangre seguían invadiendo sus sentidos.
Incapaz de conciliar el sueño, Erandiril se levantó y echó a caminar por el
castillo. La recepción que les dieron no fue muy amistosa, pero al menos habían
recibido el mensaje del rey Dieter, y ya se preparaban para lo peor.
Casi sin darse cuenta, empezó a caminar hacia
la parte superior del castillo, desde la cual se veía todo el
Valle
del Trueno. Algunos guardias la vieron, pero ninguno estaba dispuesto a
importunar a una invitada del rey. Mucho menos si pertenecía al séquito del
soberano de Brügenmord, y menos aún si sus compañeros de viaje eran criaturas
que atenazaban el corazón y helaban la sangre con solo mirarlas a los ojos.
Al llegar a las almenas, logró librarse un
poco del pesar que la agobiaba. Pese al hedor propio de las ciudades humanas,
el aire libre la relajaba, y la espectacular vista ciertamente ayudaba. Abajo
podía ver las luces de cientos de hogares, gente que probablemente jamás había
viajado a más de dos días de su ciudad. Humanos que habían vivido sus vidas en
relativa calma hasta que el Segador se presentó ante ellos como un cuervo
anunciando tempestades. Tal vez esas luces antes habrían representado
tranquilidad, esperanza de que para sus hijos el mañana fuera mejor que el ayer
que a ellos les habían dejado sus padres. En cambio, Erandiril solo veía llamas
temblorosas por la incertidumbre, una esperanza tan frágil que cualquier soplo
de viento podía extinguirla para siempre.
“Realmente es triste, ¿No lo crees?” dijo una
voz a su espalda. Sobresaltada, se dio media vuelta para ver al Merodeador
Nocturno a escasos centímetros de ella, mirando hacia la ciudad. La joven Fae
iba a responderle cuando vio su rostro. Llevaba una expresión trágica, como si
de la viva imagen de la nostalgia se tratase. Al mirar sus ojos, adivinó con
claridad lo que reflejaban: dos inmortales habían marchado, y ya nada volvería
a ser como antes. Desde la muerte del Segador, jamás la Parca había tocado a
aquellos seres, los más poderosos de una raza antaño invencible.
Sin atreverse a interrumpir las cavilaciones
del demonio, se hizo a un lado y se apoyó en la fría piedra. Sus pensamientos
volaron al norte, con aquellos que alguna vez fueron su gente. Su anciano padre
probablemente estaría sentado ante la lumbre ahora, lamentando como siempre la
partida de su esposa. En su mente ya no cabía recuerdo alguno del mundo externo
o de la familia que alguna vez lo quiso. También pensó en Aeldros, su hermano.
Sabía que aún vivía, pero no había logrado encontrarse con él. Por lo que
contaban los rumores, su encuentro con el Segador lo hizo perder parte de su
cordura, volviéndose inestable y peligroso hasta el punto que los guerreros a
su cargo habían solicitado ser transferidos a otras unidades por el miedo que
les daba. Convertido el rostro en un torcido reflejo de su antigua belleza,
decía a quien quisiera escucharlo que encontraría su venganza, o moriría en el
intento.
“Es tan patético que casi llega a ser
gracioso” dijo el Merodeador “He matado a miles, quizá cientos de miles, en las
más diversas circunstancias y con cuantas armas puedas imaginar. Muchas veces
estuve a punto de morir, pero la habilidad o la suerte me salvaron” Giró hacia
Erandiril su rostro embargado por la pena “Pero hace ya demasiado tiempo que
dejé de pensar que la Muerte
podía venir por nosotros”.
Sorprendida por la locuacidad del normalmente
taciturno demonio, Erandiril dejó pasar unos momentos antes de responder “Solo
una certeza tenemos en este mundo, y es que en algún momento hemos de pasar al
siguiente. Me aterra la idea, pero si deja que el miedo me venza, no seré mejor
que el ratón que se paraliza al ver ante sí al gato. Se que no soy de mucha
utilidad para vosotros, pero mi lugar ahora está a su lado, y a su lado planeo
permanecer hasta que esta absurda guerra llegue a su final”.
La carcajada del Merodeador fue tan inesperada
que la hizo retroceder. En su rostro seguía la tristeza, pero ahora había un
tenue brillo de esperanza en los ojos vacíos y sin vida “Me has dado una
sorpresa, pequeña, y te lo agradezco. Ojalá las cosas salgan bien al final y el
Segador obtenga la venganza que merece”. Sin decir más, se dio media vuelta y
abandonó el lugar, dejando a Erandiril sola con sus pensamientos.
Conocía la mirada que tenía el Merodeador al
encontrarse con ella, pues más de una vez la había visto. Era la mirada de
aquel que ha visto e inflingido incontables sufrimientos, que ha mirado a la Muerte a los ojos y le ha
escupido en el rostro. Era la mirada de uno cuya alma estaba empapada con la
sangre de sus víctimas, y que había sembrado tanta muerte que esta lo rodeaba
como una mortaja y lo arrastraba inexorablemente al otro mundo. Aquellos que
llegaban con esa mirada no sobrevivían mucho tiempo: o se mataban, o se dejaban
matar. Pero después de la breve conversación, esa mirada había desaparecido de
los ojos del demonio. Ese pensamiento llevó una sonrisa a sus labios.
Tal vez no era tan inútil después de todo.
Capítulo Cuarenta y Tres:
La evacuación transcurría en forma tranquila,
ordenada. La reina Ingrid había pensado que se trataba de habladurías sin
sentido, pero la llegada del rey de Brügenmord con los refugiados de su ciudad
y aquellas criaturas salidas de cuentos de hadas le quitaron sus ilusiones: la Creación estaba cerca de
convertirse en un gigantesco campo de batalla, y los humanos no podrían
sobrevivir por si solos. En cuanto escuchó a los demonios, ordenó el abandono
de la ciudad: quien quisiera quedarse era libre de hacerlo, pero los nobles y
los ejércitos partirían hacia el norte, llevando todas sus riquezas con ellos.
Envió mensajeros a las ciudades vecinas informando de la situación y dando fe
de su gravedad.
A su lado, el Segador y la Bestia departían en voz
baja, mientras la joven Fae intentaba negociar anticipadamente los términos de
una eventual alianza entre ambas razas. Llevaba algunos minutos parloteando sobre
los beneficios que dicha alianza traería, cuando decidió que no aguantaba más
“¿Y cuál sería el precio real de tal alianza?” la interrumpió bruscamente
“Durante siglos vuestra raza ha mirado en menos a los hombres. Antes, cuando
estábamos desorganizados, nos trataban como insectos, tomando cuanto deseaban
de nosotrosy arrasando con nuestros
poblados por el solo placer de vernos huir. ¿Crees que hemos olvidado? Solo
ahora que somos fuertes se dignan tomarnos en cuenta”. Se dio media vuelta “De
momento eres bienvenida aquí, pero los términos de la entrada a vuestro reino
los discutiré con los señores, no con los lacayos”. Sin decir más, se retiró a
supervisar la evacuación.
Erandiril comprendía el pensamiento de la
reina, y no podía culparla por su desconfianza. Eran muchos los males que los
Señores del Sueño habían inflingido a los humanos, y no podían pretenden que
fueran olvidados simplemente por la necesidad en que se encontraban. Con un
suspiro, bajó a la ciudad: al menos algunos oficiales apreciaban sus opiniones
por lo que valían, sin cegarse por que ella fuera de otra raza. En la muralla quedaron solo la Bestia y el Segador,
contemplando la ciudad.
“Mira, hermano” dijo el Segador con un suspiro
“Cientos, miles de vidas trastornadas por nuestra sola presencia. Traemos el
cambio, pero el mundo debe cambiar a su propio paso. En cuanto Muerte en el
Viento y su ejército hayan sido aniquilados, debemos alejarnos del devenir de
los mortales”.
Bestia se quedó largo rato mirando la ciudad
antes de responder “Ya estamos muertos, esa es la verdad. Tomamos tiempo
prestado para vivir en un mundo que no nos pertenece, en el que nada hay para
nosotros. La guerra no significa nada cuando los mejores guerreros son insectos
a tus pies. La gloria es irrelevante si no existe nadie capaz de hacerte
frente. Tienes toda la razón, Segador: Cuando todo haya terminado, será mejor
que nos alejemos de estas razas inferiores. Tal vez en algún lejano futuro
existirán guerreros realmente fuertes, con los que podremos batallar como
antaño”.
El Segador simplemente asintió, mientras la
gente en la ciudad seguía con su vida, indiferente a los demonios que tantos
cambios habían llevado a sus vidas.
Capítulo Cuarenta y Cuatro:
Tras haber tomado la ciudad, Muerte en el
Viento tuvo que dejar pasar un par de días. Los demonios a su mando le habían
tomado el gusto a la carne humana, y ahora se daban un festín con todos los
humanos que podían encontrar, estuvieran muertos o no. Terminada la batalla,
resultaba evidente que tan solo habían intentado demorarlos, no detenerlos:
Casi todos los edificios estaban vacíos, y la cantidad de gente en la ciudad
era muy inferior a la que esta podía mantener.
Sonrió con satisfacción al ver a algunos
demonios tomando despojos de los caídos y adaptándolos a ellos como buenamente
podían. Tras casi una semana de dar rienda suelta a su sed de sangre, se
alejaba de ellos el toque del Infierno, volviéndolos más tranquilos y
obedientes: Un ejército, no una simple horda aullante.
Un gruñido lo devolvió al mundo. Un demonio,
armado con una lanza, se encontraba junto a él “Encontramos algo en el
castillo”, fue todo lo que dijo. Extrañado, Muerte en el Viento se dirigió al
lugar. Incluso los cuervos se habían saciado con la sangre de los caídos,
pronto sería hora de partir. Si había algo que valiera la pena, debía verlo de
inmediato.
Al llegar al castillo, fue llevado hasta sus
bodegas. En la pared se había formado un gran boquete, revelando una escalera
que se perdía en la roca. Tomando una antorcha, Muerte en el Viento se internó
en la oscuridad. La roca que lo rodeaba estaba finamente labrada, con símbolos
que él comprendía perfectamente. Con el corazón acelerado, avanzó hasta el
final del corredor, donde lo esperaba una enorme habitación. Al entrar en ella,
vio un altar de piedra, con representaciones de criaturas que los mortales a
duras penas podrían imaginar. Un escalofrío lo recorrió al recordar imágenes
que su mente intentaba eliminar, de un tiempo en el que solo existían el dolor
y la lucha por sobrevivir. En su base descansaba una enorme armadura, dispuesta
como si se tratara de un guerrero arrodillado, orando. El demonio sonrió. Desde
luego, su hermano siempre había mostrado devoción por los dioses y señores que
habían dejado atrás.
Tomando aire, el antiguo señor de demonios
exclamó “¡Los Tres Soles han vuelto a dejarse sentir! ¡Tres de los Siete han
caído, y los demonios volvemos a hollar con nuestro pie la faz de la tierra!
¡El Segador ha regresado, y yo marcho para hacerle la guerra! ¿Te unirás a esta
era de cambio, hermano, o seguirás postrado por toda la Eternidad?”.
Un ruido sordo se dejó escuchar a medida que
la armadura parecía cobrar vida propia. Lentamente se incorporó, con el tenue
chirrido del metal reemplazando el sonido de los huesos al crujir. Semejaba en
dimensiones a la Bestia,
pero los ojos que brillaban tras el voluminoso yelmo no reflejaban la chispa de
la locura, sino que una fría arrogancia, el aire de quien se sabe capaz de
asesinar impunemente a quienquiera que se ponga en su camino.
Se dio media vuelta para encarar a Muerte en
el Viento. Su voz era fría, lacónica, como si el solo hecho de hablar fuera un
gasto innecesario de energía “Supongo que podrás ofrecerme algo a cambio,
Hermano” sus palabras, cuidadosamente moduladas, retumbaban ligeramente
producto de la armadura “Después de todo, los dos sabemos que no podrías
detenerme si decidiera salir de aquí y unirme al antiguo señor de demonios en
lugar de aquel por cuya culpa nuestro imperio fue destruido”.
“Discutir contigo sería inútil, jamás
entenderías mis motivos” Sin inmutarse, sostuvo la mirada fija en los ojos de
su hermano “Lo que sí puedo hacer es recordarte que alguna vez me juraste
fidelidad, y se que no eres de los que olvida un juramento”.
Con esto pareció tranquilizarse el demonio.
Dio un ligero asentimiento con la cabeza, aceptando ponerse a las órdenes de
Muerte en el Viento. Largo rato estuvieron hablando a la luz de la antorcha. Ni
siquiera tocaron el tema de los tiempos pasados: Todo había desaparecido, ahora
solo importaban la conquista y la guerra.
Y pocos eran mejores en eso que el Hermano
Batalla.
Los demonios cayeron de noche sobre la ciudad,
pero sus guardianes estaban preparados. En cuanto los primeros centinelas
murieron, sus compañeros dieron la alarma. La espera había sido tensa, pero en
ningún momento dudaron de que el enemigo caería en cualquier momento sobre
ellos.
De inmediato los soldados acuartelados tomaron
las armas, vistieron las armaduras y, rezando por una muerte digna, partieron a
la batalla, percatándose de inmediato de que la victoria sería muy difícil de
alcanzar, si no imposible.
Las fuerzas invasoras eran escasas en número,
al menos para estándares humanos: apenas superaban los nueve mil o diez mil,
contra una fuerza defensora que fácilmente los superaba cuatro a uno en
número.Pero cada uno de los atacantes
era una abominación salida del mismísimo Infierno. Sus fauces lanzaban aullidos
que helaban la sangre mientras se lanzaban contra las puertas de la ciudad.
Los arqueros rápidamente llegaron a sus
puestos. Pero, antes de que pudieran disparar, figuras aladas se lanzaron sobre
ellos. Tomándolos con sus garras, los dejaron caer desde gran altura sobre sus
compañeros, sembrando el caos y la confusión. Gritos salvajes se mezclaban con
los alaridos de los moribundos, mientras el cielo comenzaba a tomar una
tonalidad rojiza similar a la que
anuncia la llegada del amanecer.
En la calle, Holtz se preparaba para el
inminente combate. Conforme a las instrucciones recibidas, el grupo de los
Cincuenta se dirigía hacia la puerta del Sur, donde se esperaba que golpeara el
grueso del ejército enemigo. Estaban ya cerca de su destino cuando la tierra
comenzó a temblar bajo sus pies. Con un grito de sorpresa Holtz se lanzó a un
lado, evitando por poco un trozo de muralla que había caído de una de las casas
cercanas. Dos de sus compañeros, no tuvieron tanta suerte, y sucumbieron bajo
el peso de la ciudad que habían jurado defender.
En el momento en que cesó el violento temblor,
los invasores cargaron contra las puertas, que se resquebrajaron por la furia
de la embestida. Lograron aguantar el primer ataque, pero no cabía duda de que
no sucedería lo mismo con el segundo.
El comandante de los Cincuenta, un joven
teniente que jamás había tenido experiencia en la guerra, hizo la señal
convenida. Al ver que todos sacaban las pequeñas botellas llenas de un líquido
carmesí, les dijo “Las arengas no tienen sentido ahora, es el final del camino
para nosotros. Bebamos ahora, y que los dioses nos perdonen”.
Resignados, los hombres destaparon las
botellas y bebieron la sangre de la Bestia. Habían hecho un pacto con el demonio y
condenado sus almas, pero era un pequeño precio a pagar por defender la tierra
que los había visto nacer. A medida que el ardiente líquido recorría sus venas,
los hombres empezaron a cambiar. Sus ojos se volvieron rojos, mientras su piel
se tornaba oscura como la noche. La locura de la batalla y la sed de sangre los
invadía rápidamente, y un nuevo temor invadió a los soldados que se hallaban
apostados en las cercanías.
Cuando la segundo carga destruyó las puertas,
los demonios se encontraron con una desagradable sorpresa: los esperaba una
muralla viviente de espadas y escudos que les cerraban el paso y les impedían
avanzar. Incapaces de sentir miedo, los demonios se lanzaron alegremente ante
las espadas de los enemigos que los enfrentaban.
El choque fue sangriento. Los hombres luchaban
con uñas y dientes, defendiendo a los suyos y dando tiempo a los mensajeros y
los civiles para alcanzar las ciudades del norte. Sus cuerpos estaban inundados
de una fuerza antinatural, y estaban dispuestos a morir por su causa, pero no
era suficiente. Ignorando las muertes de los suyos, los demonios siguieron
presionando. Una lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero siguieron avanzando
sin prestar atención a sus heridas. En su mente solo había un objetivo, la
completa aniquilación de todo cuanto les hiciera frente.
Esa fue la razón de la primera vuelta en la
batalla: concentrados como estaban en quebrar a los hombres que los
enfrentaban, los demonios se percataron demasiado tarde del extraño que
empezaba a diezmar sus filas. Solo veían un destello aquí, un grito ahogado
allá, y otra abominación caía al suelo ahogándose en su propia sangre. Muchos
cayeron ante el Merodeador Nocturno antes de que un grupo notara su presencia y
le plantara frente. Sabiendo que su poder residía en las sombras y el sigilo,
el demonio emprendió la retirada, esperando el momento apropiado para volver a
atacar.
Los pocos demonios que podían volar fueron
rápidamente diezmados cuando el Sultán de la Sangre y el Sabio se unieron a la refriega. La
velocidad y la gracia con que el primero se movía era suficiente como para
confundir a varios de los atacantes, mientras que relámpagos salidos de los
dedos del Sabio acababan con los que lograban sobrevivir. Poco tiempo después
de comenzada la batalla, quedaba claro que su resultado se decidiría en el
interior de la ciudad, no en sus murallas.
El grupo de los Cincuenta, gracias a la
distracción facilitada por el Merodeador, logró mantener a raya al primer grupo
de invasores. Sin embargo, muchos más se lanzaban a trepar por las murallas de
la ciudad, valiéndose de sus poderosas garras para encontrar asideros
imposibles de utilizar por seres humanos. Los defensores, desesperados, lanzaban
aceite hirviendo y apuñalaban a los más adelantados, pero lentamente una cabeza
de lanza comenzó a formarse, poniendo en riesgo la precaria defensa de la
ciudad.
En el castillo el Rey, el Segador y los
generales prestaban atención con desesperanza al desarrollo de los
acontecimientos. Cada cierto tiempo llegaban mensajeros con las nuevas del
campo de batalla, siempre dando la misma preocupante noticia: aún cuando la
falta de organización de los demonios daba cierto respiro a los defensores,
hasta el momento nadie había visto a Muerte en el Viento ni al Señor de las
Alimañas.
En la ciudad nuevamente la situación cambiaba
para peor. Los Cincuenta ya estaban cansados, acosados por todos los frentes.
Afortunadamente, los arqueros y los hombres apostados en las murallas,
asistidos por el Sultán de la
Sangre, lograban mantener a raya la marea que intentaba trepar.
Así, el grupo mayor amenazaba con inundar la ciudad, mientras las murallas
aguantaban a duras penas.
La cuña no daba más. Ya casi la mitad de los
Cincuenta habían caído, luchando con una ferocidad que superaba incluso la de
los invasores. La línea, a punto de romperse, solo era sostenida por el tesón
de los soldados y su valiente comandante. Holtz, cubierto completamente de
sangre, no daba más de si. Agachándose, evitó por los pelos una gigantesca
garra, que fue a destrozar la garganta del hombre que luchaba a su lado.
Aprovechando la apertura, lanzó un corte desesperado a los ojos del
demonio.Ciego y loco de furia, este
comenzó a lanzar golpes a diestra y siniestra, alcanzando tanto a amigos como
enemigos, hasta que finalmente sus propios compañeros tuvieron que matarlo para
evitar que causara más daños.
Esto dio un necesario respiro a los
defensores, que con renovados bríos se lanzaban a la refriega. Holtz iba a repetir
su arriesgada maniobra, cuando una visión lo dejó congelado en su lugar: por el
flanco de su unidad, un solitario demonio llevaba al otro mundo a todo el que
se le ponía en frente. En tan solo unos segundos, su salvaje asalto había
desarticulado totalmente a los pocos soldados que impedían el paso de los
demonios al interior de la ciudad.
Haciendo honor a su nombre, Muerte en el
Viento se unió a la batalla.
Capítulo cuarenta:
La
situación en la muralla era desesperada: si bien losCincuenta hacían lo posible por mantener sus
posiciones, la llegada de Muerte en el Viento significaba que tenían apenas
minutos, tal vez segundos, antes de ser arrollados.
Holtz, abandonada ya cualquier pretensión de
heroísmo, se movía de un lado a otro del combate, evitando el enfrentamiento
directo con los demonios. En cambio, aprovechaba cualquier oportunidad que se
le presentara para dar salvajes puñaladas por la espalda a cuantos pudiera.
Sabía que no sobreviviría a este enfrentamiento, y ya no le importaba qué imagen
dejaría a los pocos que pudieran escuchar de sus “hazañas”.
Finalmente, la presión fue demasiada: los
demonios se amontonaban más y más sobre ellos, y Muerte en el Viento se
deshacía con metódica facilidad de los escasos sobrevivientes. Las opciones
eran claras: o se retiraban, o morían hasta el último hombre. Lentamente, el
puñado de supervivientes comenzó a retroceder, intentando vender caro cada
palmo de terreno que cedían.
Fue inútil: avivados por la presencia de su
líder, los demonios arrollaron a los defensores, pisoteándolos y entrando a
saco en la indefensa ciudad.
En las murallas, afortunadamente, las cosas
iban bastante mejor. El asalto de parte de las obscenidades aladas, gracias al
Sabio y al Sultán de la Sangre,
había sido totalmente rechazado. Y los defensores empezaban a concentrar sus
esfuerzos sobre los demonios que entraban por la puerta de la ciudad.
Así, Muerte en el Viento y los suyos tuvieron
que avanzar superando la lluvia de flechas que les caía por la espalda. Algunos
intentaron trepar a las murallas para acabar con los arqueros, pero el Sultán y
el Sabio daban pronta cuenta de estos.
Al poco rato, sin embargo, los demonios
avanzaban por la ciudad, aprovechando los edificios para cubrirse de la
tormenta de flechas. Pasara lo que pasase, la batalla ya estaba perdida.
Los demonios, contenida por demasiado tiempo
su naturaleza salvaje, arrasaron con cuanto encontraron a su paso: los
edificios eran quemados, los soldados o habitantes de la ciudad eran muertos de
las formas más crueles posibles. Más de un padre fue apuñalado en el estómago
para que sufriera una muerte lenta, mientras era obligado a mirar cómo su mujer
y sus hijos eran mutilados por los desenfrenados demonios. A medida que su
orgía de muerte se extendía por la ciudad, el color rojizo en el cielo
comenzaba a acentuarse. Los grandes demonios sabían muy bien lo que esto
significaba: la separación entre este mundo y los ardientes infiernos se estaba
rompiendo.
El grueso de las fuerzas demoníacas empezó a
entrar a saco en la ciudad en ese momento. Entre ellos destacaba uno que
cantaba en una lengua que era antigua cuando el mundo era joven, llamando a
ambos mundos a unirse, reclamando a los habitantes del infierno su presencia.
Al reconocer el ritual, el Sabio supo que solo
había una oportunidad de detenerlo, o al menos entorpecerlo. Si otro ejército
lograba hacerse paso hacia la
Creación, sería el fin: este mundo decadente probablemente no
tenía fuerzas capaces de hacer frente a tal fuerza. Cerrando los ojos, buscó la
llama que ardía en su marchito corazón. Sabiendo lo que estaba en juego, empezó
a canturrear, sabiendo el precio que su desafío significaría. Después de todo,
era mucho más fácil invocar a los demonios cuando sangre inocente estaba siendo
sacrificada para debilitar la barrera entre ambos mundos. Ignorando el dolor
que lo invadía al ir consumiéndose su piel, comenzó a cantar. Y he aquí que
ante su voz el cielo lentamente iba recuperando su oscuridad habitual. Furioso,
el Señor de las Alimañas redobló sus esfuerzos, y pronto la batalla se
convirtió en el enfrentamiento entre dos voces y dos voluntades.
Al
comienzo parecía que el Sabio, pese a todo, lograría imponerse, pero la
destrucción y el asesinato daban fuerza al ritual, y los demonios vagaban
libres por la ciudad, por lo que lentamente el Sabio se fue consumiendo. Esto,
sin embargo, no lo hizo detenerse: si no contrarrestaba el ritual, el ejército
sería invencible, y su Señor no podría lograr la venganza que por derecho le
correspondía.
Siguió cantando, ignorando la piel que se
descomponía y caía a pedazos. La voz del Señor de las Alimañas era un aullido
que se escuchaba por todo el campo de batalla. El mundo parecía congelarse
alrededor de estas dos figuras de otro tiempo, mientras la derrota del Sabio
parecía inevitable.
El Sultán de la Sangre extendió sus alas, y
se lanzó al aire. Sabía que enfrentarse directamente a los demonios que
escoltaban a su antiguo compañero era inútil: él era poderoso, pero no se
enfrentaba a uno, dos ni diez demonios, sino que a los cientos que se
interponían entre él y su presa. De los Siete Grandes, solo el Hermano Batalla
y la Bestia
podrían haberse enfrentado a semejantes peligros y sobrevivir.
Sabía que moriría, que su esencia abandonaría
este mundo quizá para jamás volver. Pero su sacrificio no sería en vano. En
lugar de intentar enfrentarse a cada uno de los que le cerraban el paso, voló
por encima de ellos, ignorando las piedras que sus hermanos de raza le
lanzaban. Afortunadamente, el esfuerzo al que el Sabio tenía sometido al Señor
de las Alimañas lo obligaba a mantenerse inmóvil, concentrado tan solo en
imponer su voluntad frente a su enemigo.
El ritual ya casi acababa. La ciudad aparecía
envuelta en un tenue fulgor rojizo, contenido tan solo por la voluntad del ya
moribundo Sabio. En algún lugar dentro de la ciudad, aullidos horribles se
dejaban escuchar: no se trataba tan solo de la lenta muerte de los soldados y
habitantes de la ciudad, sino que algo más. Algo que no pertenecía a este
mundo: los Señores de los Infiernos aceptaban el sacrificio hecho en su honor,
y enviaban más demonios para arrasar la Creación.
Ya la realidad parecía resquebrajarse, y
muchos demonios traspasaban la barrera cuando el Sultán de la Sangre plegó sus alas y se
lanzó en picada sobre el exhausto Señor de las Alimañas. En vano varios
demonios intentaron cubrir al nigromante: el Sultán no pretendía sobrevivir,
sino tan solo morir llevándose por delante a uno de sus enemigos. Ya casi
incapaz de percibir sus alrededores por el agotamiento, el Señor de las
Alimañas no supo qué fue lo que causó que su cuerpo rindiera. Un demoledor
garrazo destruyó su cráneo, arrojando sangre y trozos de cerebro a su
alrededor.
Muerto el nigromante, los demonios se lanzaron
contra su asesino. El Sultán luchó con abandono, pero estaba rodeado de
criaturas feroces que casi le igualaban en fuerza. Logró matar a dos antes de
que la superioridad numérica lo abrumara, y cayó bajo el peso de las innumerables
garras que desgarraban su piel. Pese a que veía que otro mundo lo recibía, la
sonrisa jamás abandonó sus labios: había cumplido con su deber.
El ritual acabó momentos antes de su momento
cúlmine. Sin una señal que guiara a los demonios al sitio de la masacre,el frágil puente tendido entre ambos mundos
se rompió. Si bien muchos demonios alcanzaron a cruzar la barrera, el rugido de
los cientos que quedaron atrapados en el limbo pudo escucharse durante semanas en
las ruinas de Brügenmord.
El Sabio, el Sultán de la Sangre y el Señor de las
Alimañas. Los tres eran seres antiguos, llegados a la Creación cuando las razas
ahora dominantes no eran más que salvajes incivilizados. Habían guerreado, habían
servido a dos señores en circunstancias turbulentas, y habían tenido gran parte
de la Creación
bajo su dominio.
Pero la Muerte echaba su frío manto sobre ellos ahora, y
no volverían a la Creación
al menos hasta que nuevamente se juntaran los Tres Soles…
Capítulo cuarenta y uno:
La tensión en la sala era evidente, aunque
ambos bandos hacían su mejor esfuerzo por pretender que ello no era así.
Se encontraban en una larga mesa, a un lado
los representantes de los Fae y al otro los de los Nordheim. Los que más
destacaban en ella eran sus líderes: por los Nordheim estaba la general Moira,
encomendada a la tarea expresamente por el Rey, con plenas facultades de
negociación. Por los Fae, el embajador, con su misma actitud extremadamente
cortés, haciendo lo posible para que sus contradictores se sintieran lo más
cómodos posible. Después de todo, lo que se estaban jugando en esta reunión era
probablemente el destino de la
Creación.
“Estimada señora”, comenzó este, dando un
sobro a su copa “Confío en que podamos resolver algunos asuntos pendientes
antes de discutir los detalles de la alianza militar entre nuestros pueblos” Al
ver que los Nordheim no ponían objeciones, continuó “Los Señores del Sueño
tienen todas las intenciones de colaborar con el Reino del Hielo, y desean que
la paz lograda sea duradera. Pero, para que ello realmente suceda” Aquí el
embajador vaciló un momento, inseguro de cómo procede “Es necesario dirimir el
destino de los Campos Elíseos”.
Tal como esperaba, la reacción fue inmediata. Varios
dignatarios Nordheim empezaron a dar airadas respuestas, e incluso uno se
levantó y abandonó la sala con el rostro rojo de furia. Tras el sobresalto
inicial, fue la voz de Moira la que devolvió la calma “Escuchamos vuestra
propuesta”, fue todo lo que dijo.
“No estoy seguro de que vuestro pueblo
entienda totalmente el interés que tenemos en aquel lugar sagrado. Al igual que
vosotros, nosotros creemos que fue ahí que los dioses dieron el ser a nuestra
raza” Tras un momento para constatar que los ánimos se habían calmado, continuó
“Los Señores del Sueño me han ordenado transmitir que ya no pretenden reclamar
dominio o soberanía sobre ellos, sino tan solo que se permita a los más devotos
entre los nuestros ir en peregrinación hacia allá, para meditar en ellos y
purificarse con el agua de sus fuentes”.
Esta vez, sus palabras fueron recibidas con un
respetuoso silencio. Al cabo de unos momentos, Bandalor, el joven prodigio de
los Nordheim, tomó la palabra “La decisión que nos pide tomar no puede ser
debatida a la ligera, embajador. Nuestros pueblos han luchado y muerto por su
control durante siglos, si es que no han sido milenios. Miles de Fae han caído
intentando tomarlos, y miles de Nordheim han caído en su defensa” Una sonrisa
conciliadora se dibujó en su rostro “Pese a todo, creo que sería posible
acceder a semejante petición, si vuestros señores estuvieran dispuestos a
permitir el libre paso a los humanos que deseen comerciar con nosotros, así
como a los nuestros que deseen comerciar con los humanos”.
Esta vez, las reacciones airadas vinieron de
parte de los Fae. Menos emocionales, simplemente cuchicheaban entre sí, sus
rostros convertidos en máscaras de perfecta indignación. Solo el embajador
permanecía impasible, como si la sonrisa que adornaba su rostro estuviera
pegada a él y no pudiera deshacerse de ella aunque quisiera. Cuando empezó a
hablar, nuevamente se hizo el silencio.
“Mis compañeros tienen razón para considerar
que se pide mucho. Un contacto directo entre Nordheim y humanos puede ser
devastador para nuestros intereses. Sin embargo, estoy dispuesto a apoyar
semejante arreglo en aras de la unidad entre los pueblos. Me han informado que
varias de las principales ciudades humanas han caído sin poder oponer
resistencia real. Si queremos que haya un mañana en el que nuestros puedan
seguir luchando y asesinándose, necesitamos hacer sacrificios. Aceptamos
vuestra propuesta”.
Ya con ese espinoso asunto fuera de la mesa,
podían empezar a tratar otros temas relevantes: si ambos ejércitos iban a
participar juntos en la guerra por venir, debían fijarse pautas de jerarquía,
pues sus organizaciones eran distintas. No era impensable suponer que en
ciertas circunstancias un oficial de una raza tendría a su mando a soldados de
la otra. Si no tenían cuidado y fijaban normas y límites claros, la alianza les
podía explotar en las narices, para sorna de los demonios. Además, el lugar en
que decidieran plantar resistencia sería clave: si era en territorio Fae, los
Nordheim podrían aprovechar de reconocer el terreno, y las fortificaciones
quedarían dañadas, lo cual podría invitar a los bárbaros humanos a invadirlos.
Pero si la defensa se llevaba a cabo en territorio Nordheim, sus ciudades
serían arrasadas por el avance de los demonios.
Definitivamente, las próximas horas iban a ser
emocionantes.
Lowtown bullía de actividad, y eso era bueno
para Jack y su negocio. Con el creciente
comercio desde y hacia los pueblos vecinos se volvía bastante difícil para los
guardias el prestar atención a los cargamentos con una marca muy especial que
llegaban a su tienda cada cierto tiempo. Evidentemente, por tratarse de
mercaderías prohibidas su venta otorgaba ventas más que considerables, y al ser
él el único que sabía cómo llevar a cabo las transacciones, no tenía que
preocuparse demasiado de puñaladas por la espalda de parte de sus secuaces.
Sonrió y volvió a revisar sus libros
cuidadosamente. Desde que el rey (o, en realidad, su nueva consejera) empezó a
incentivar la compra de madera y metales como si el mundo fuera a acabarse,
había recibido varios cargamentos de Sonrisa de Ángel. Una vez repartidos por
los canales habituales y vendidos en los diversos estratos de la ciudad en
variados grados de adulteración, las ganancias eran escandalosamente altas,
incluso para lo que era normal en su negocio. Sin embargo, teníala impresión de que algo faltaba en algún
lugar, y que estas no eran tantas como debieran.
Quien viera esos mismos libros se encontraría
con los registros perfectamente ordenados de un vendedor de herraduras y otros
artículos de metal al por mayor. Bajo una espesa capa de códigos era que se
ocultaban las ventas de sonrisa de ángel.
Sí, era sumamente conveniente que las cosas
estuvieran agitadas.
Tras un rato examinando el libro, pareció
satisfecho con lo que veía y lo cerró. Aún si había alguien quitándole parte de
lo que le correspondía, tenía un negocio que atender. Sin mayores aspavientos
hizo sonar la campanilla que mandaba llamar a Fred, su mayordomo y hombre de
confianza.
Como siempre, al poco rato se dejaba la mole
surcada de cicatrices, con unos modales demasiado refinados y un traje
demasiado costoso para un rostro que hablaba de tal brutalidad y violencia.
“¿Señor?”, dijo con voz melodiosa “¿En qué
puedo ayudarlo?”.
“Necesitaré tus servicios en las mismas
capacidades que alguna vez te hicieron famoso, amigo mío” dijo Jack, jugando
con un abrecartas de plata “Tengo la impresión de que alguno entre la gente de
Tharik está guardándose parte de mis ganancias. Sé que él mismo no sería tan
imprudente, pero tal vez alguno de sus subordinados sea algo estúpido y
codicioso. Quiero que arregles el problema y dejes en claro que no es sabio
interferir en mis operaciones”.
Por toda respuesta, el gigante agachó la
cabeza, soltó un profundo suspiro y abandonó la habitación.
A Jack no le gustaba utilizar así al viejo
Fred, pero no tenía alternativa. El anciano, pese a haberse redimido de sus
antiguos pecados, seguía inspirando el respeto y el miedo necesario como para
mantener en línea a los elementos más díscolos de su organización. Por lo
demás, debía su vida y la de su pequeña hija a la piedad de Jack, y pagaba por
ello con una lealtad incuestionable. Sabiendo que el problema ya podía
considerarse resuelto, sacó de su lujoso escritorio papel y pluma y comenzó a
escribir una carta. La demanda estaba aumentando, y necesitaría que Ogar le
enviara un nuevo cargamento.
Después de todo, la vida debía continuar.
Capítulo Treinta y Seis:
Las preparaciones, pese al miedo que reinaba
en la población, fueron llevadas a cabo con gran celeridad. Merced a los
conocimientos de los demonios, las murallas fueron rápidamente reforzadas, se
instauró un sistema de transporte de agua en caso de incendios, y se enseñó a
los soldados a combatir en piquetes, elemento esencial si pretendían
enfrentarse a adversarios mucho más fuertes y sobrevivir.
Procurando no dejar ningún detalle al azar, el
Sabio se introdujo en las infectas alcantarillas de la ciudad, esparciendo por
ellas una sustancia oleosa y de penetrante olor, advirtiendo a los hombres no
entrar a ellas al menos en un par de días. Una tarde entera estuvo en aquel
auténtico submundo, contemplando con satisfacción cómo las ratas, arañas y
demás alimañas subterráneas comenzaban a retorcerse, dar espasmos agónicos y
morir. “Un arma menos para mis hermanos”, reflexionó con una sonrisa.
Entretanto, el Sultán de la Sangre supervisaba los
refuerzos de las murallas, trabajando codo a codo con los ingenieros y
albañiles humanos. Al comienzo el temor que este inspiraba impedía cualquier
posibilidad de comunicación, pero finalmente se impuso la necesidad, y el
respeto sustituyó al miedo. Por su parte, el demonio notó con sorpresa que los
años no habían pasado en vano: los humanos, a quienes en su tiempo había
considerado apenas más que unos animales salvajes, habían hecho impresionantes
avances en cuanto a construcción e ingeniería. Careciendo de la fuerza
increíble de los demonios, habían creado complejos mecanismos que les permitían
incluso levantar piedras cientos de veces más pesadas que ellos.
Mientras tanto, el Segador pasaba las horas
encerrado con los altos mandos de la ciudad, analizando y volviendo a analizar
docenas de posibles escenarios, desde los más catastróficos hasta los más
esperanzadores. Estos últimos eran los menos, sin embargo, pues por mucho que
las tropas se esforzaran, jamás lograrían alcanzar la fuerza y el salvaje
abandono de los invasores demoníacos.
Estaba allí, departiendo con el viejo rey,
cuando un pálido guardia entró a toda prisa a la habitación. Antes de que
pudiera decir nada, el Sabio entró en ella, sobresaltando a los presentes.Habían logrado acostumbrarse al casi humano
Segador, pero los otros Grandes Demonios aún les resultaban aterradores.
Tras hacer una profunda reverencia al Segador,
se dirigió al Rey y sus generales “Las obras avanzan rápido, pero no a un ritmo
que pueda proteger a la ciudad de la tormenta que se avecina”. Los presentes a
duras penas pudieron contener un escalofrío ante su voz fría como las
profundidades de la tierra. “Las tropas se vuelven cada vez más fuertes, pero
es imposible que puedan enfrentarse a aquellos que vienen contra nosotros. Ni
siquiera si el antiguo Segador los hubiera llevado a la batalla tendrían
esperanza”.
Dejó pasar unos momentos para que la gravedad
de sus palabras calara en los corazones, y continuó “La ciudad está condenada,
pero quizá sea posible hacer que paguen un alto precio por ella. El costo de
esta pequeña venganza, sin embargo, podría ser mayor al que están dispuestos a
pagar”.
“Basta de cháchara” restalló el Rey “¿Cuál es
la idea que tienes en mente?”.
El Sabio pasó largos minutos explicando su
plan. Cuando hubo concluido, el pesar inundaba el corazón de todos los
presentes.
Capítulo treinta y siete:
Los pobres desgraciados jamás supieron qué los
golpeó. Estaban alertas, eso era indudable, oteando el horizonte en busca de
cualquier signo del ejército que se aproximaba. Habían cumplido su deber, pero
eso no era suficiente.
Con un gruñido de desagrado, el Señor de las
Alimañas se alzó caminando de los humeantes restos de cadáveres.Nadie lo molestaría, pues su poder lo nublaba
de la percepción de los mortales.
Varias horas caminó el demonio escuchando,
viendo, sintiendo el pulso de la ciudad ya a medias abandonada. Vio a los soldados en sus barracones,
durmiendo el sueño de quien sabe que tal vez no volverá a despertar. En una
opulenta casa de piedra, una familia numerosa se reunía, partiendo el pan y
rezando a sus dioses para que los protegieran tanto de los demonios que iban a
invadirlos como de aquellos que supuestamente iban a salvarlos. El Señor de las
Alimañas sonrió satisfecho: antes de que rompiera el alba todos ellos estarían
muertos, y sus hijos se darían un festín con su sangre y sus huesos.
Estaba caminando en silencio, cuando una voz
amenazadora lo detuvo en seco. “Realmente debes ser muy estúpido” dijo la voz
cascada y rasposa del Sabio, “si creíste que no me percataría de tu presencia
en la ciudad”.
Lentamente el Señor de las Alimañas se dio
vuelta, una macabra sonrisa aflorando a su rostro “Y tú debes ser realmente
idiota, si piensas que novine
preparado”, contestó. Un movimiento de su mano, una breve plegaria a los
dioses, un leve fulgor de sus ojos muertos… y luego silencio.
“Pareces sorprendido” dijo, sardónico, el
Sabio “¿Acaso las sabandijas de las que tomas tu nombre no responden a tu
llamada? Es una lástima”. Ni bien hubo terminado de pronunciar esas palabras,
extendió su mano y una bola de energía salió volando en dirección al Señor de
las Alimañas. Pero este ya había preparado su huida: justo antes del impacto,
pronunció una palabra y desapareció,perdiéndose el proyectil en las tinieblas de la noche.
Mientras tanto, en las más profundas mazmorras
de palacio, la Bestia
preparaba a aquellos que habían respondido a la llamada. Los hombres del rey
fueron lo más discretos que pudieron, comunicándola tan solo a los más
aguerridos y veteranos de entre las tropas con que contaban. Hasta el momento cincuenta
habían sido llamados y cincuenta habían respondido. Conocían los riesgos tanto
para sus cuerpos como para sus almas, y los aceptaron de buen grado.
Los demonios podían venir, por lo que a ellos
les importaba: les mostrarían el precio de su imprudencia.
Capítulo treinta y ocho:
“Debo admitir que los presentes sucesos han
causado bastante conmoción entre nosotros, majestad”, dijo el delgado y
sonriente fae, inclinándose ante el corpulento rey de los nordheim “Nuestros
señores indudablemente se regocijarán al saber de la mejora en vuestra salud”.
El rey permanecía imperturbable, escuchando
atentamente al zalamero embajador en busca de falsedad o traición en sus
palabras. Sin embargo, no la encontró: o bien se trataba de un mentiroso
consumado, o el Emisario había estado en lo cierto y los Señores del Sueño
también estaban dispuestos a hacer la paz, al menos hasta que la amenaza de los
señores de los demonios fuera eliminada de la faz de la tierra.
“A lo largo de nuestra extensa y desafortunada
guerra, grandes han sido las atrocidades cometidas por nuestros pueblos”,
continuaba el embajador. Bruscamente se puso de pie, ignorando la tensión que
esto provocó entre los guardias, y se dirigió a todos los presentes “Los fae no
olvidamos la Noche
de los Mantos Púrpura, así como los nordheim jamás olvidarán la Masacre de Tordesvolk. La
sangre llama a la sangre, pero si atendemos al clamor de la venganza, los
demonios no encontrarán oposición alguna cuando lleguen a nuestras tierras”.
El silencio que siguió a sus palabras fue
tenso, roto tan solo por el tenue murmulla de ambas comitivas y los incómodos
movimientos de los guardias para poder vigilar adecuadamente a quienes estaban
a su cargo. Casi un minuto pasó, hasta que finalmente el rey tomó la palabra,
llenando con su poderosa voz todos los rincones de la sala.
“Has hablado bien, embajador. Celebro la
sabiduría de tus señores al enviarte. Mis hombres han observado el retiro de las
tropas que nos asediaban en Kjärsdom. Seguramente los tuyos ya habrán informado
de nuestro repliegue en Balador y Yuft”. Al ver que el enviado asentía,
continuó “La guerra ha durado demasiado tiempo. Una amenaza se reúne en el sur,
y la única esperanza que hay de detenerla es uniendo nuestras fuerzas a las de
los humanos y presentando batalla antes de que los demonios estén en nuestras
puertas”.
Un rugido de aprobación inundó la sala cuando
el rey terminó de hablar. Incluso el frío y distante embajador aplaudió
educadamente las palabras del soberano.
Ya es suficiente de cortesías”, dijo el rey
“Agradezco de corazón la buena voluntad de los Señores del Sueño, pero no
podemos perder el tiempo con palabras de buena crianza”. Se dirigió hacia la
gente de su pueblo que se había reunido para presenciar el acontecimiento, y
grito “*¡Sepan todos los hijos del Gran Hielo que los fae ya no son el enemigo!
La delegación en nuestra ciudad está bajó mi protección, y ningún daño ni
ofensa se les hará mientras respeten las reglas de la hospitalidad”.
En medio del silencio que siguió, el embajador
se puso de pie y abandonó el lugar, seguido por su comitiva. Solo una vez
hubieron marchado se puso de pie el Rey Condenado y se dirigió al lugar donde
se llevarían a cabo las negociaciones y preparativos.
Tenían mucho que discutir, y muy poco tiempo
para hacerlo.